La comida ultra incendia Orriols

| 30 marzo, 2014

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JOAQUÍN GIL. EL PAÍS.- Luisa Fernández cobra 400 euros. Mantiene a seis hijos y cuatro nietos. Y reside en una casa “de patada”, que es como denomina al piso que ocupa ilegalmente en un bloque de la antigua CAM. Este sábado sonreía. Se llevó una bolsa blanca con conservas, pasta y productos de higiene. “No soy racista. Pero es que los inmigrantes…”, decía esta gitana de 52 años.

Emulando a los neonazis griegos de Amanecer Dorado, más de un centenar de familias al filo de la exclusión aguardaron ayer hasta seis horas de cola para recoger los 122 lotes de alimentos que repartió la ONG del partido ultra España 2000 en el barrio valenciano de Orriols. El salvoconducto era estar parado y acreditar con el DNI ser español. La tonelada de comida se esfumó en una hora.

La cola del hambre era una maqueta de la España espoleada. El cristalero Rafael Pallá acudió porque con 426 euros y los recortes no puede atender a su hijo con una discapacidad del 96%. Manuel Rodrigo porque su alquiler de 480 euros no le permite pagar la luz. Y Ana Gadea porque sufre una minusvalía y está desesperada.

Orriols encarna la tormenta perfecta para los agitadores del odio. Uno de cada tres vecinos es inmigrante. Cuatro de cada diez, desempleado. Y una mezquita llama al rezo a centenares de musulmanes.

Para evitar la cerilla en el polvorín, una decena de ONG intentó sin éxito que la Delegación de Gobierno en la Comunidad Valenciana prohibiera el reparto ultra. Advertían que cebaba el odio racial (artículo 510 del Código Penal). En el departamento que dirige Paula Sánchez de León, del PP, dicen que no pudieron frenarlo. “Cumplía los requisitos administrativos”. Incluso, marginando a extranjeros.

“Es una provocación”, gritó desgarrado ante la cola Cristián Sánchez, de Valencia Acoge. Fue la única condena ayer. Las ONG, los vecinos y los antifascistas acordaron no acudir al reparto para no avivar el protagonismo ultra.

España 2000, la segunda formación de extrema derecha española (cinco concejales), desarrollará su próxima distribución en el deprimido barrio valenciano de La Fuensanta. Desde que EL PAÍS publicó en 2012 que su ONG Hogar Social María Luisa Navarro daba comida del Banco de Alimentos en Valencia, las Administraciones le cerraron el grifo. Y ahora sus víveres proceden de colectas propias. “Atendemos a 200 familias”, se defiende el fundador de la formación, José Luis Roberto, un magnate de la seguridad privada con negocios en Lituania y República Dominicana.

Su solidaridad excluyente contrasta en un barrio multicolor con un sólido entramado asociativo. A 400 metros del puesto ultra, emerge cada tres meses otra cola de la necesidad. La secuencia se desarrolló por última vez el pasado jueves. El sol cae a plomo. Un centenar de desahuciados se arremolina ante un desvencijado local. Cinco musulmanes reparten 19 toneladas de alimentos. Casi 20 veces más que los ultras. Leche, macarrones, legumbres. Los españoles son, desde el pasado año, los principales usuarios de este servicio que presta el Centro Cultural Islámico de Valencia con víveres de la Unión Europea gestionados por Cruz Roja.

Aquí no se mira la nacionalidad. Solo se pide un certificado de ingresos para comprobar que la familia navega por la exclusión.

La cola se esparce en silencio. Rosario nació en el barrio. Tiene 60 años. Un rostro marcado y una bronquitis. Mantiene con 426 euros a tres hijos parados y a una nieta. Se asoma a la indigencia desde que dejó de pagar su alquiler de 350 euros en noviembre. “Me van a echar”. Llora. Mira al suelo. Nunca se vio recogiendo una bolsa de un argelino.

Pablo y María (nombres figurados) esperan tras ella. Son peruanos. Superan la treintena. Su vía de escape es el aeropuerto. No pueden ahorrar para regresar. Tienen una hija de siete años. Tocan a la puerta de la caridad por primera vez desde que aterrizaron en España, en 2006.

El Centro Cultural Islámico está desbordado. Sus informes dibujan un nuevo rostro de la exclusión. Españoles al borde de la indigencia. Un ejemplo es María Dolores, de 48 años. Desconfía en encontrar trabajo. Reparte 20 currículos a la semana. Ya no se avergüenza de que la reconozcan las vecinas en la cola de los musulmanes.

“Aquí no discriminamos a nadie”, insiste la responsable del área social del Centro Cultural Islámico, Mar Cantador. Una enérgica mujer que, como su marido, argelino, está desempleada. Aunque no desocupada. Dedica su tiempo a tramitar la llegada de la comida, cuyo transporte desde las instalaciones de Cruz Roja costean los musulmanes. A recoger prendas para nutrir el ropero que el pasado año vistió a medio centenar de pobres del barrio de once nacionalidades. Españoles, incluidos. Y a transportar los alimentos a las casas de los dependientes.

Cantador pidió a los usuarios de la solidaridad árabe que no respondieran a los ultras. “Es un acto racista”, decía el jueves. Todos los españoles consultados que aguardaban en su cola defendían en voz baja a la extrema derecha. Una madre soltera de 34 años, incluso, atribuía la crisis a la decisión del Gobierno de abrir la puerta de la inmigración “a los moros”. Y Rosario, la señora del rostro marcado, recogió ayer también una bolsa de los extremistas. “Estamos desesperados”, susurraba en las dos colas del hambre.

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