Refugiados sirios, atrapados en una crisis humanitaria crónica

| 17 junio, 2019

Muchos de los que han recalado en Líbano en los ocho años de guerra no quieren o no pueden volver, ni tienen esperanza de poder hacerlo en un futuro cercano

ALEJANDA AGUDO. EL PAÍS.- Hayfa Youssef abandonó Siria en agosto de 2012 junto con su marido y sus cuatro hijos. Un mes después llegó a Líbano tras una breve estancia en Turquía. Lo que comenzó como una huida temporal de «un par de meses» hasta que los enfrentamientos en su país cesaran, se convirtió en un exilio indefinido. A Youssef le llevó cinco años asumirlo. «Solo pensaba en volver. Hasta que me di cuenta de que tenía que seguir adelante». Ahora piensa en matricular a los niños en el colegio y sobrevive con donaciones de ONG para las que ella y su esposo hacen trabajos voluntarios.

Sin posibilidad de regresar a una Siria en la que no queda mucho en pie, la opción de permanecer en Líbano tampoco es fácil: la mayoría de los refugiados no puede trabajar formalmente, alquilar una vivienda o tener acceso a servicios básicos de salud, agua y saneamiento. Casi todo depende de las organizaciones humanitarias. Así es la vida de más de 1,5 millones de sirios en el país vecino ocho años después del inicio del conflicto: estancados entre la tentación de volver a un hogar que ya no existe, donde apenas hay infraestructuras, oportunidades laborales, ni alimentos, y la de marchar a cualquier otro destino donde sean mejor recibidos, pero lejos de su tierra. «No podía imaginar que mi vida sería así. Todavía pienso que es una pesadilla. Tengo hermanos en Suiza y no me quiero ir con ellos porque pienso que algún día querría volver a Siria», relata Youssef.

Como ella, el 76% de los refugiados sirios desea volver a su país y, sin embargo, la falta de seguridad, alojamiento o perspectivas económicas allí hace que permanezcan en los países de acogida. El 85% dijo no tener intención de emprender el camino a casa este año en una encuesta realizada por la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados(Acnur) en julio de 2018. Según sus datos, apenas unos 12.000 regresaron a Siria desde Líbano en 2018. Así lo declaró la portavoz del organismo, Lisa Abu Jalil, el pasado marzo. Una cantidad muy inferior a la que aportó el Gobierno, que cifró en 172.000 los retornados. 

«Pueden volver», afirmó el ministro de Asuntos Exteriores de Líbano, Gebran Basil, el pasado mayo en Madrid. «El 80% del territorio está controlado por el Estado y su dignidad está garantizada. No tenemos informes que digan lo contrario», explicó en una rueda de prensa junto a Josep Borrell. Unas declaraciones en línea con los partidarios de alentar el retorno sin esperar a que se alcance una solución política al conflicto debido a la carga que supone atenderles. El millón y medio de sirios en el país representa un 25% de la población total de Líbano. Esto le convierte en el país con mayor ratio de refugiados per cápita del mundo, lo que ha «impactado significativamente» su crecimiento social y económico, incrementando la pobreza y «exacerbando las deficiencias de desarrollo preexistentes en el país», anota el Plan de Respuesta a la Crisis 2017-2020 del Gobierno de Líbano y la ONU.  

Agua y salud sobre ruedas

El empeño en que los refugiados no se asienten de manera definitiva explica muchas de las decisiones del Gobierno libanés en este sentido. Una de ellas es que no ha autorizado desde el comienzo de la crisis hasta la fecha el establecimiento de campos de refugiados, lo que ha provocado que permanezcan en asentamientos informales, así como en viviendas en ciudades y comunidades rurales que alguien les alquile, si es que tienen recursos para afrontar tal gasto. «El 55% de ellos vive en condiciones de inhabitabilidad en algunas de las zonas más pobres del país», resume Vicente Ortega Cámara, coordinador general en Líbano y Jordania de la Agencia Española de Cooperación para el Desarrollo (Aecid), que ha facilitado la logística para este reportaje.

Esta pretendida transitoriedad impide a las ONG y agencias de la ONU implementar soluciones permanentes a problemas como la falta de acceso a agua potable, retretes o servicios de salud. Y no solo para los refugiados. «En Líbano hay 3,2 millones de personas necesitadas de asistencia humanitaria y protección, incluyendo a sirios y población libanesa en situación de vulnerabilidad», anota Ortega. La educación, sin embargo, sí es provista en gran medida por el sistema público libanés, que ha doblado turnos para escolarizar a casi la mitad (48%) de los niños refugiadosentre tres y 18 años. En educación básica (6-15 años), en el año académico 2017-2018, el Ministerio de Educación registró 213.358 extranjeros frente a 209.409 nacionales.

Acción Contra el Hambre (ACH) conoce bien estas dificultades para ayudar en una crisis crónica tratada como si fuera todavía una emergencia humanitaria. La ONG, con apoyo de la Aecid y Unicef, provee agua potable y servicios de saneamiento a campos de refugiados informales del Valle de la Bekaa, donde residen 350.000 personas. Lo hace desde 2012. «Hay niños que viven ahí desde hace ocho años en condiciones muy malas. Las organizaciones damos servicios mínimos», apunta Marcial Rodríguez, responsable de la ACH en Líbano. Todavía se lleva el agua en camiones a los asentamientos, una de las formas más costosas de distribución. Solo en 2017, se destinaron 17 millones de dólares a ello, subraya el plan gubernamental y de la ONU de respuesta a la crisis. También recae en las organizaciones la gestión de los residuos fecales de numerosos lugares, con un coste de 8,6 millones de dólares ese mismo año.

“Nuestra primera necesidad es el agua, material de higiene”, se queja Shawish Adman Jonsis, de 61 años, responsable del asentamiento informal temporal (ITS, por sus siglas en inglés) Baaloul 003, donde viven 60 personas desde 2013. Durante un tiempo, explica entre sorbos de té y caladas a su cigarrillo, la municipalidad les dejó conectarse a la red pública. «Pero un día, como había escasez, nos cortaron el suministro», recuerda. Hoy, disponen de un tanque con capacidad de 3.000 litros que Acción Contra el Hambre se encarga de llenar. También tienen cinco letrinas.

Peor suerte tienen las 46 familias (unas 200 personas) en el ITS Qaaroun 0034. No todos disponen de retretes y hacen sus necesidades en agujeros de madera, que son los que desaguan los trabajadores de ACH. Antes, de esta labor se encargaba la organización Medical Corps. Pero dejó de hacerlo y las aguas negras rebosaron. Por ello, un vecino del asentamiento presentó una denuncia que no retiró hasta que ACH retomó esta actividad. La dependencia de las ONG para este tipo de servicios estuvo a punto de provocar que tuvieran que abandonar el lugar que mantienen limpio y decorado con flores y plantas de hierbabuena para el té. 

Uno de los residentes del asentamiento, Awar Issa, asegura que, además de carecer de saneamiento adecuado, sufren escasez de agua. “Cogemos por los alrededores para beber”, explica. Cuando quieren que sea limpia, porque los niños tienen diarrea o vomitan, van a comprarla al mercado.

«Sin estos servicios esenciales, ya pasamos a hablar de enfermedades», advierte Rodríguez, pues la falta de agua potable y saneamiento adecuado está relacionada con la aparición de males como el cólera y diarreas. «La solución sería más desarrollo, aunque solo sea para servicios básicos, por ejemplo, mejorar la red pública de abastecimiento y que los refugiados se engancharan a ella», opina. Pero, salvo en las ocasiones que las organizaciones alcanzan acuerdos con las municipalidades, este tipo de intervenciones más eficientes y duraderas no son posibles. Pese a que las ONG hacen todo lo que pueden con los medios de los que disponen, enfatiza el responsable de ACH, la mayoría de refugiados saca agua de pozos, casi todos contaminados.

También en permanente «fase de ayuda humanitaria» trabaja la Cruz Roja Española, que desde 2015 presta asistencia sanitaria en el país. La atención se hace en unidades móviles. Así lo explica Marina Juan Mateu, delegada de la ONG en Líbano. «Tenemos nueve recorriendo todo el país», detalla. «El número de consultas no disminuye año tras año, sino que aumenta. Y la Cruz Roja Libanesa ha expandido sus actividades», anota la experta. La salud de los refugiados se deteriora. Según sus estimaciones, un 15% tiene enfermedades crónicas y muchos han interrumpido su tratamiento. «Más del 50% de afectaciones que vemos son respiratorias. Aquí hace frío y llueve bastante, y esta gente vive en campos…», añade.

“Yo tengo problemas de visión. Solo veo a un metro y no tengo dinero para tratarme. Cuando voy al médico me cobra 50 dólares por visita”, detalla Hiba Al Ali, de 29 años, mientras muestra los papeles que demuestran lo que dice. Vive con sus tres hijos, el pequeño con una afección cardíaca en el ITS Baaloul 003. “Aquí estamos. Perderé la vista», lanza.

«Tengo diabetes», sigue la conversación sobre enfermedades Fatima Hossayane. Es madre de siete hijos, cuatro van a la escuela y tres no. El más pequeño no tiene edad aún y los dos mayores trabajan. “Vivo con mi marido. Él a veces encuentra trabajos, pero yo no. Y recibimos ayuda de Las Naciones”, como llaman a cualquier organización de la ONU u ONG. Aquí, en concreto, reciben apoyo del Programa Mundial de Alimentos. «Sufrimos porque no tenemos agua y hay escorpiones y serpientes. 15 litros no es suficiente», continúa una retahíla de quejas mezclada con chistes. «Llevamos muchas semanas sin ducharnos», bromea remarcando el muchas entre risotadas.

El precio de la emergencia

Intervenciones como las unidades móviles sanitarias o llevar agua en camiones son más costosas que las soluciones permanentes, más orientadas al desarrollo que la ayuda humanitaria. Y después de ocho años de conflicto en Siria, «hay un desgaste de los donantes», asegura Juan Mateu. «Se empieza a hablar más de reconstrucción y los países que acogen refugiados van a ver que los fondos que reciben merman, aunque las necesidades son las mismas. E incluso familias que antes tenían ahorros, ya después de ocho años, los han agotado», alerta la representante de Cruz Roja Española. Sus previsiones de trabajo en Líbano son para los próximos cinco años y ninguno de los anteriores se ha recibido el total de la ayuda necesaria. Casi siempre, se ha recaudado la mitad de lo reclamado.

«Actualmente, existe la errónea y alarmante idea de que el final del conflicto en Siria está cerca, y no es así», advertía el pasado marzo, con motivo del aniversario del inicio de la guerra, Henrietta Fore, directora ejecutiva de Unicef.

La cooperación española ha apoyado a diversas ONG españolas en la atención a esta crisis. También, durante dos años consecutivos ha financiado a Acnur para prestar asistencia económica —de entre 250 y 300 dólares— a la población más vulnerable, además de suministrar materiales como láminas de plástico y esterillas que se utilizaron para crear refugios. «Concretamente, en 2018, la Aecid contribuyó con 600.000 euros durante nueve meses para ayudar con dinero a personas en necesidad de protección», detalla Ortega. Una ayuda «esencial», en palabras del responsable de la cooperación española en el país, para cubrir los dos millones de euros que fueron destinados a refugiados en serio riesgo de explotación infantil, matrimonios forzados o violencia de género.

Receptora de esta ayuda ha sido la familia de Hayfa Youssef quien, junto con su marido, tiene a su cargo a sus cuatro hijos y dos niños que una pariente lejana dejó bajó su responsabilidad. “Cuando acepté acogerles en 2017 era sin condiciones de recibir asistencia, aunque tenerla ayuda. Los niños están traumatizados y no expresan cómo se sienten. Se sienten abandonados y no reciben terapia psicológica», relata el esposo, Zokaruja Ibrahim, de 48 años.

Ambos, agradecidos, devuelven el apoyo que reciben con tiempo de voluntariado. Él, con talleres en escuela pública para evitar el acoso escolar. Ella, licenciada en Derecho, con asesoría legal sobre registro de bebés al nacer y matrimonios. «Me siento útil porque la población siria aquí necesita esta clase de información», dice.

“¿Volver? No tengo ninguna intención, ni siquiera creo que haya la oportunidad de hacerlo. Mi mujer es un objetivo en Siria. Trabajaba en un banco y se fue sin informar. Por eso, si regresa, la pueden arrestar”, dice Ibrahim. Como él, muchos refugiados no planean regresar a su país en el corto plazo, aunque quisieran. Algunos sospechan que están en listas negras; otros temen que los varones sean reclutados para tomar las armas. La mayoría sabe que allí no hay nada, ni una mínima seguridad de supervivencia. Todavía les toca esperar en esta prolongada emergencia.

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