Los belgas que ofrecen techo por unos días

, | 19 marzo, 2018

500 refugiados y migrantes reciben alojamiento cada día en casas de Bruselas

ÁLVARO SÁNCHEZ. EL PAÍS.- Visto desde fuera, el parque Maximilien parece cada día a las ocho de la tarde un inmenso mercado humano. Hombres, mujeres y niños esperan de pie, expuestos a los elementos —la temperatura baja de cero grados—, la llegada de desconocidos. Suben con ellos al coche camino a sus casas como si de familiares se tratara, pero ningún lazo sanguíneo les une con los ciudadanos belgas que les acogen. Son iraquíes, sirios, afganos, y sobre todo sudaneses, eritreos y etíopes. La gran mayoría hombres. Y todos están a miles de kilómetros de sus hogares.

Basta internarse unos minutos entre la muchedumbre y afinar el oído para descubrir que en esta porción de tierra del norte de Bruselas nada se compra ni se vende. Los voluntarios, vestidos de blanco para ser identificados rápidamente en la negrura de la noche, atienden a los ciudadanos que acuden al parque para alojar en sus casas temporalmente a uno, dos o tres inmigrantes. Son el eje de un movimiento que se retomó en agosto del año pasado tras empezar, más modestamente, en 2015. Belgas que alojan a inmigrantes y refugiados en sus casas para evitar que duerman a la intemperie entre amenazas de detenciones y deportaciones.

Más de 3.500 familias han recibido inmigrantes en sus casas. Algunas repiten, otras no. Una página de Facebook con más de 45.000 seguidores sirve de punto de contacto para ofrecer vivienda, aunque cuando hay confianza la intermediación desaparece. Hablan por teléfono y quedan. En total, entre 450 y 500 inmigrantes consiguen cama cada noche.

Tras la iniciativa está la Plataforma Ciudadana de Apoyo a los Refugiados, financiada gracias a donaciones. Y al frente, Mehdi Kassou, belga descendiente de marroquíes. Antiguo ejecutivo de una multinacional, un día llevó a un amigo a la Estación del Norte y aprovechó para conocer el parque del que tanto hablaba la prensa. Vio a un niño de tres años descansando sobre un plástico y se derrumbó. Compró 150 tiendas de campaña, pero seguía sin ser suficiente. Dejó su trabajo y se implicó de lleno en la organización. “Muchos me decían que estaba loco, que mucha gente querría mi trabajo. Salario alto, bonus…”, dice desde la oficina de la entidad en la estación de tren.

Cuando dan las ocho de la tarde sale del local camino al parque Maximilien. Al llegar, estrecha manos sin parar, saluda en árabe y se pierde entre la multitud. Protegidos del frío con capuchas y gorros, mochila al hombro, varios centenares de inmigrantes conversan o escuchan música en el móvil. Solo unos pocos piensan quedarse en Bélgica: el objetivo de casi todos es cruzar a Reino Unido. Es el caso de tres jóvenes etíopes que aguardan a que los recojan. Están a más de 5.000 kilómetros de casa, en la penúltima etapa de un largo trayecto. Conscientes de su condición de sin papeles, desconfían del desconocido, pero ese sentimiento se torna complicidad cuando la conversación vira hacia el atleta Haile Gebrselassie, ídolo en su país.

Mientras tanto, los vehículos llegan a cuentagotas y los voluntarios cuadran listas de nombres. “Os vais con él”, les dicen señalando a un joven. No ha venido para invitarlos a su vivienda: se ofrece como chófer para llevarlos a otra casa. Así, los que quieren acoger pero no tienen medio de transporte no quedan fuera del sistema. Los que restan comen de pie un guiso de carne halal (acorde con las normas musulmanas) en un puesto de voluntarios. Y a unos metros, junto a una caja llena de postres, la joven Manon Dupont responde que sí, que por supuesto, cuando le preguntan educadamente si pueden coger uno. Empleada de una pastelería, Dupont pide permiso a la dueña para regalar los dulces que sobran en lugar de tirarlos a la basura.

La noche avanza y en la acera que separa el parque de la carretera esperan Jean-Marie, de 74 años y Helen, de 70. Son matrimonio y es la segunda vez que ofrecen su casa. Sus hijos son adultos y en su vivienda, cercana a Waterloo, hay dos habitaciones libres. Esta noche las cederán a dos inmigrantes. La primera vez él vino solo a buscarlos, pero ahora Helen quiere participar de todo el proceso. “Fue difícil comunicarnos. En la tienda nos decían lo que querían por gestos. Cocinaron un plato de su tierra riquísimo”, explica sobre los primeros acogidos, con los que convivieron tres días.

Desde sus inicios, el proyecto suma más de 50.000 noches bajo techo y no en la calle. Las cifras hablan de generosidad, pero Kassou alerta de que no es una solución estable: “No se puede convertir en estructural”, afirma. El Gobierno belga mantiene una política restrictiva al respecto. El titular de migración, Theo Francken, llegó a hablar de la necesidad de “limpiar el parque”.

Meter a un desconocido en casa no siempre es sencillo. “Algunos tienen miedo y duermen mal la primera noche. Luego descubren una cultura”, añade el promotor de la iniciativa. Cita como ejemplo la situación de un extranjero que lleva meses en una casa mientras se resuelve su petición de asilo, integrado hasta el punto de quedar al cuidado del bebé cuando los padres salen. El intercambio suele satisfacer a ambos. Unos duermen, comen, y se duchan con agua caliente. Otros sienten que suavizan la carga de horror vital que arrastran sus huéspedes. “Para algunas familias es duro emocionalmente escuchar historias de tortura, esclavitud y violencia policial”, atestigua Adriana Costa, 23 años, coordinadora de alojamiento. Los vínculos que se forjan son a veces duraderos. En muchos casos siguen en contacto telefónico con los inmigrantes meses después, cuando ya están establecidos en Reino Unido.

Nadie sabe cuánto tiempo durará el movimiento voluntario. La plataforma funciona día a día tratando de que nadie pase la noche en el parque. Kassou no olvida lo que está en juego. No ha perdido la pista al niño de tres años que dormitando entre plásticos le provocó la catarsis que le hizo cambiar oficinas acristaladas por un parque desangelado. “Conozco a su padre. Hoy habla francés y siguen en Bélgica».

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