La presión sobre los recursos tensa la convivencia entre los refugiados sirios y la población libanesa

, | 30 marzo, 2019

Sólo el 58% de los niños de seis a 14 años que han huido de la guerra están escolarizados

ROSA M. BOSCH. LA VANGUARDIA.- “¡Cómo vamos a volver a Siria! Bombardearon nuestra casa, tenemos miedo. Quizás más adelante si la seguridad mejora…”, afirma Fátima, de 40 años, y madre de once hijos. La familia de Fátima ocupa una de las barracas levantadas con plásticos y algún que otro tablón de madera en el asentamiento espontáneo de Kamed el Lauz, en el valle de Beqaa. Ella forma parte del grupo de 1,3 millones de refugiados sirios que sobreviven en el Líbano en condiciones precarias, conscientes de que las hostilidades con la población local van in crescendo.

La convivencia se ha tensado en el país que acoge a más sirios en relación a su población: de sus 6,1 millones de habitantes el 21% son refugiados procedentes de Siria. Aunque la gran mayoría, en concreto el 76%, espera regresar algún día a Siria, el 85% no prevé hacerlo en los próximos doce meses, según una reciente encuesta del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur). En el 2018, Acnur tramitó el traslado de 9.800 sirios a terceros países, principalmente a Estados Unidos, Canadá, Reino Unido, Francia y Suecia.

La competencia por el trabajo y la presión que sufren el medio ambiente y servicios como el suministro de agua y de electricidad, sumado a la complicada gestión de los residuos, dificultan el día a día en localidades que han visto como sus habitantes se multiplicaban con la constante llegada de víctimas de la guerra. Hay pueblos en los que el número de sirios duplica, e incluso triplica, a los autóctonos, como Gaze, donde los primeros rondan la cifra de 17.000 y los segundos la de 5.000 .

Cerca de Gaze, en Kamed al Lauz, su alcalde, Ahmad Saleh Sati, un hombre de negocios a caballo entre Siria y Colombia, subraya la importancia de que los sirios inicien el camino de vuelta a casa. El edil se queja de que sean los propios municipios los que tienen que asumir “el sobrecoste del agua y la electricidad; ellos tienen la energía gratis, pinchan la línea, y nosotros no nos quejamos. El dinero que nos envía el Gobierno cada dos años no llega para nada, cuando se estropean los pozos son los vecinos más ricos los que hacen donaciones para repararlos” .

La situación en el Líbano, en Turquía, en Jordania y en regiones africanas que acogen a millones de desplazados por guerras y catástrofes naturales es similar. El programa de reasentamiento de refugiados que en su día impulsó la Comisión Europea fracasó y son los destinos más vulnerables los que cargan con la responsabilidad de amparar a los que se han quedado sin nada.

Líbano es frágil y pobre, merece más asistencia de la que está recibiendo. Sería necesario reasentar cada año a 100.000 refugiados en terceros países”, apunta Josep Zapater, responsable de la Oficina de Acnur en Beqaa.

Tras ocho años de combates, Siria ha generado un éxodo de 5,7 millones de personas que han ido, principalmente, a Turquía, Jordania y Líbano. Poco más de 122.000 han vuelto a su país desde el 2015.

“Nosotros no facilitamos el retorno porque todavía hay obstáculos, la gente está atemorizada, reclaman amnistía y la guerra no ha acabado. Hay que resolver el tema de las propiedades pues casas que quedaron vacías han sido ocupadas”, explica Zapater. El fin del califato no es todavía un aval para la vuelta. Amnistía Internacional informó el jueves que en las últimas semanas pudo verificar seis ataques de las fuerzas leales al Gobierno contra civiles, hospitales y escuelas en Idlib, último bastión opositor al presidente Bashar el Asad.

Y mientras, las familias sobreviven en una frustrante provisionalidad que ya dura ocho años. El Gobierno libanés no permitió habilitar viviendas con materiales duraderos y sólo el 58% de los niños de seis a 14 años están escolarizados, en un turno de tarde y segregados de los libaneses. Saleh el Ahmad es uno de los jóvenes que, muy a su pesar, está fuera del sistema educativo hipotecando aún más su futuro. “Desde que llegué en el 2012, con doce años, no he tenido la oportunidad de ir a clase. ¡Me gustaría tanto aprender inglés!”, suplica a los visitantes.

Fátima confirma que ninguno de sus once hijos va al colegio. A media mañana del pasado sábado los dos pequeños no salían de su tienda, hipnotizados por un programa de televisión. “Yo ya llevo siete años aquí y he ahorrado para poder comprar la tele, trabajo en lo que puedo, de paleta o en el campo”, justifica el hermano mayor. Al poco rato se suma al grupo Fátima Ahmad Ali, que dio a luz a su bebé, Ritage, hace cinco meses. Estos precarios campamentos albergan a una nueva generación de sirios nacidos en el exilio. Fátima está preocupada por el futuro inmediato de Ritage; aunque aquí estén a salvo de los explosivos le falta lo esencial. “Tengo que dar a la niña leche preparada para bebés de más edad, y le sienta mal, no he conseguido la que le toca” , lamenta esta madre de 19 años.

“Llegué aquí desde Hasaka, en el 2016, con una tía. Mi padre y mi madre murieron en Siria y yo presencié como una bomba mataba también a mi hermana”, relata Fátima Ahmad reiterando que le falta de todo a pesar de ser la mujer del hijo del shawish, una suerte de líder del campamento e interlocutor con el terrateniente que les alquila el terreno en el que se han asentado y con las autoridades locales.

El interior de los habitáculos contrasta con el desolador panorama exterior. Las mujeres se afanan en que resulte acogedor, con alfombras en el suelo y telas en la pared, que se vienen abajo cuando las intensas lluvias convierten el terreno en un lodazal.

“Estábamos mal en Siria y también lo estamos aquí”, comenta Jalsa al Habash, con seis hijos y embarazada del sexto. Uno de ellos, Mohamed, de ocho años, fue el que precipitó la huida al Líbano desde Raqa. “Estaba jugando en la calle, cogió un proyectil y le explotó. Perdió dos dedos y sufrió heridas en la cara”, cuenta Jalsa. Mohamed irrumpe sonriente y muestra su mano derecha sin dos falanges.

La familia de Jalsa también habita una suerte de tienda de campaña en un improvisado asentamiento. En su vida cotidiana no suele mezclarse con los locales, a excepción de los sábados y domingos cuando acompaña a Mohamed a las sesiones de deporte que la Fundació Barça ha impulsado en Beqaa para fomentar la relación entre los refugiados y los libaneses .

Mil doscientos menores de entre seis y 16 años, un 70% sirios y el resto del Líbano, rompen la monotonía y relajan el estrés con el fútbol y otros juegos. “Apenas hay actividades de ocio, por eso la iniciativa del Barça es muy importante. El miedo se expresa con violencia. También vemos episodios de xenofobia en las redes sociales y en los periódicos”, comenta Zapater.

Beqaa es un fértil valle de contrastes que alberga a unos 470.000 refugiados. Fátima dice que muchas noches se acuestan con hambre. A pocos kilómetros de su campamento florecen fastuosos restaurantes, alguno con capacidad para dar de comer simultáneamente a más de 2.000 personas. De copiosas raciones de cordero a sushi. Multitud de asentamientos de todos los tamaños asoman entre campos de frutales y de los viñedos de Chateau Musar o Chateau Kefraya. No muy lejos crece otro próspero cultivo, el hachís. Un recorrido por las carreteras de Gaze, Yub Yenin, Kefraya… descubre al visitante un inquietante mosaico de desigualdades.

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