El resurgir del odio de los Balcanes llega al Mundial

| 27 junio, 2018

27/06/2018 El Mundo.- Para llegar al estadio de Kaliningrado hay que ir bordeando el río Pregolya. En los días de partido, el perímetro de seguridad obliga a cortar las carreteras de acceso a dos kilómetros. En una de ellas, la fórmula escogida es la de cruzar dos tráilers y poner delante a tres policías. En la paralela, pese a no ser mucho más estrecha, el vehículo que bloquea es un destartalado Lada Samara. Los contrastes siempre están aquí. A pesar de la seguridad y de los controles en los accesos, cinco hinchas serbios, apoyados en la bandarilla de una de las gradas del nuevo estadio, se fotografiaron el pasado viernes, tan panchos, con sudaderas de Ratko Mladic. El Carnicero de Srebrenica.

Sí, se trata del militar serbobosnio condenado a cadena perpetua por el Tribunal Penal Internacional de la Haya por delitos de genocidio, crímenes de guerra y contra la humanidad, persecución, asesinato, exterminio y deportación durante la Guerra de Bosnia. Responsable de la muerte de 8.000 hombres y niños musulmanes en Srebrenica, Bosnia-Herzegovina, en julio de 1995. Crímenes que, según la sentencia del juez Alphons Orie, están «entre los más atroces de la historia de la humanidad».

La FIFA sancionó a la Federación Serbia con unos 47.000 euros por «mensajes y pancartas discriminatorias» de su afición durante su partido frente a Suiza. Y aquí paz y después gloria.

Este mismo martes, los familiares de los muertos en Srebrenica impidieron que el embajador ruso en Bosnia visitara el memorial de las víctimas. En 2015, Rusia vetó una resolución en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas por la que debía definirse la masacre como un genocidio. «Está motivada por intereses políticos», fue el argumento empleado.

«Que juzguen al árbitro en La Haya»

Al seleccionador serbio, Mladen Krstajic, tras el polémico partido Serbia-Suiza (1-2) del pasado 22 de junio, se le ocurrió decir que el árbitro, Felix Byrch, debería ser «juzgado en La Haya, como nosostros». La FIFA le impuso una multa de 4.300 euros.

La última vez que Yugoslavia jugó como un país unido un Mundial fue en Italia ’90. Eran chicos modernos que comenzaban a sentirse estrellas del rock. Los futbolistas se escapaban por las noches, aunque aquello era una práctica más que habitual en tiempos en los que sólo había mirones, no cámaras en cada mano. Y la prensa de Belgrado era capaz de soltar, sin problema alguno, que su seleccionador, Ivica Osim, era un alcohólico capaz de beberse «11 botellas de whisky en una noche».

Pues bien. En aquella selección, criada al amparo del triunfo en el Mundial sub-20 de Chile, formaban Spasic, Brnovic, Pancev o Savicevic. Llegó hasta cuartos. La lideraba un genio disperso, Stojkovic, que fue quien borró a España después de que Míchel se agachara en la barrera. Argentina la sacó del torneo tras una dramática tanda de penaltis. Y ahí acabó aquel precioso relato para que diera inicio una barbarie que ya se venía barruntando.

Serbia jugará este miércoles frente a Brasil con la esperanza de pasar de ronda por primera vez en su historia. Antes de la independencia de Montenegro, y cuando ambas integraron la República Federal de Yugoslavia, sí llegó a octavos en Francia ’98. Conviene mirar atrás. Pero también alrededor.

La patada de Boban

Apenas un año antes de que la última gran selección yugoslava compareciera en el Mundial de Italia, Slobodan Milosevic pronunciaba en Kosovo el Discurso de Gazimestán. Se conmemoraban los 600 años de la derrota serbia a manos del Imperio Otomano. Las grietas entre los pueblos de los Balcanes eran cada vez más profundas. «Seis siglos más tarde, estamos comprometidos en nuevas batallas, que no son armadas, aunque tal situación no puede excluirse aún», gritaba el ex presidente yugoslavo.

El 13 de mayo de 1990, en la capital croata, el Dinamo de Zagreb y el Estrella Roja convirtieron un partido de fútbol en un ensayo bélico. Heridos, apuñalamientos. Los ultras serbios, cuyo grupo más numeroso eran Los Delije, estaban liderados por un tal Zelijko Raznatovic, conocido como Arkan, paramilitar serbio, acusado de crímenes de guerra y asesinado después en el año 2000. Le pegaron tres tiros en el vestíbulo de un hotel en Belgrado. «¡Zagreb es Belgrado!», era la consigna. Boban quedó en el recuerdo por dar una patada a uno de los policías serbios que apaleaban a hinchas croatas. Aquel día se arrancaron tuberías para golpear más fuerte, se tiraron cohetes, las fuerzas de seguridad se pelearon a puñetazos con los aficionados y se arrancó cemento del estadio para arrojarlo contra quien hiciera falta.

Águilas albanesas, canciones croatas

Sólo una semana antes del inicio de la Copa del Mundo de Italia, Croacia celebraba un referéndum para independizarse auspiciado por Franjo Tudjman. Cinco días después de que el portero argentino Goycoechea le parara penaltis a Brnovic y Hadzibegic en Florencia, Milosevic suspendía la autonomía de la provincia de Kosovo, de mayoría étnica albanesa. Los Balcanes ya se preparaban para la guerra. Y para el genocidio.

Y ahora, miremos a nuestro alrededor. Al Mundial de Rusia. Xherdan Shaqiri, nacido en Kosovo, refugiado, jugador de Suiza, ambas banderas impresas en sus botines, celebró su gol frente a Serbia imitando el águila albanesa. Lo mismo hizo Granit Xhaka, nacido en Basilea, pero de hijo de un kosovar a quien Milosevic encerró tres años y medio en la cárcel como preso político y antes de encontrar exilio en el país helvético. La FIFA los sancionó por «conducta antideportiva contraria» con una multa de unos 8.600 euros. El primer ministro de Albania, Edi Rama, ha iniciado una campaña para recaudar dinero con el fin de ayudar a los futbolistas de origen albanés que juegan con la selección suiza.

En el vestuario de Croacia, mientras, no es la primera vez que retumban las canciones del ultranacionalista Marko Perkovic, alias Thompson, quien recibe su nombre por el subfusil utilizado en la Guerra de Croacia. Las heridas supuran. También en Rusia.

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