El antisemitismo lo llevamos dentro

| 1 febrero, 2014

REYES MATE. EL PERIÓDICO.- La Federación Inglesa de Fútbol (FA) ha castigado a Nicolas Anelka por considerar que la quenelle, una especie de saludo nazi invertido con el que el futbolista había celebrado un gol, es un signo de antisemitismo. Los gestos antisemitas no pasan nunca desapercibidos, porque por ellos han pasado las grandes catástrofes europeas.

El antisemitismo es un asunto mayor por lo que tiene de ofensivo para el pueblo el judío, que lo ha experimentado como genocidio, y también porque el gesto antisemita pone al descubierto la catadura moral del mundo en el que se inserta el sujeto antisemita. Su importancia tiene que ver con lo que ofende y también con lo que revela.

Jean-Paul Sartre fue uno de los primeros en entender que para analizar la salud espiritual de Europa había que centrarse en el antisemitismo porque lo que hace es proyectar en su enemigo la propia maldad e intolerancia, sus miedos y frustraciones. Muchos judíos se sorprendieron cuando los nazis fueron a buscarlos para llevarlos a algún campo de internamiento, porque estaban tan asimilados que habían perdido conciencia de ser judíos. Solo lo eran para los nazis.

En eso Sartre tenía razón, pero no en que el judío era mera creación de sus enemigos, como si el judaísmo no tuviera entidad propia. Hitler fue mucho más perspicaz. Siempre tuvo claro que el peligro del judío venía de su capacidad de contaminación. Como raza inferior podía contaminar la pureza aria, y por eso había que aislarlo y, al final, exterminarlo. Peor, sin embargo, era su contaminación espiritual. El judaísmo había inundado la conciencia mundial con conceptos tan degenerados como «conciencia, «culpa», «no matarás», «responsabilidad» o «amor al extranjero», algo que había que borrar del mapa si el hitlerismo quería imponer un nuevo tipo de hombre. Es significativo que en las primeras ediciones de Mein Kampf estas expresiones aparecieran así, entre comillas o corchetes, porque eran sospechosas y había que vigilarlas. Por algo decíaKafka que «quien golpea a un judío derriba al hombre».

Boris Pasternak, el Nobel ruso de origen judío, nos pone en la pista de lo más sustantivo del judaísmo. Dice que este existe para que entendamos «lo que significa el exilio, el éxodo y la extranjería como formas justas de existencias». Lo propio del judaísmo está vinculado a la partícula ex (exilio, éxodo, extranjero), en clara reivindicación de la cultura de la diáspora y el nomadismo.

Y eso ha sido lo que la cultura occidental, empezando por el cristianismo, no podía tolerar, porque entendía que tras esa apología de que lo mejor de uno estaba fuera de él había una crítica a la identidad personal y colectiva, al yo y a conceptos como la patria, el Estado o la nación. El resultado ha sido esa historia a la que se refería el escritor Heinrich Heine cuando le preguntaban por su judaísmo: «Es algo que no desearía a mi peor enemigo. Injurias y vergüenza es lo que acarrea. No es una religión, es una desgracia».

Lo que el antisemitismo revela, en primer lugar, es el rechazo del otro propio de sociedades, como la nuestra, que no han perdido el pelo de la dehesa. También pone de manifiesto el malestar que genera lo que viene de fuera o de lejos, porque nos asusta lo desconocido. Y finalmente, la querencia a traducir la debilidad del otro en sometimiento o muerte.

Hitler tenía razón. El judaísmo es el causante de una serie de exigencias antropológicas que contradicen el abecé de cualquier proyecto de dominación: la autoridad del otro se opone al instinto letal de anularle o aniquilarle; el éxodo se opone a las ideologías identitarias que valoran más el terruño que la tierra prometida; el exilio denuncia el mal negocio que supone contentarse con lo que nos es propio o con lo que podemos asimilar al precio de desechar lo que ofrece el exterior.

Para acabar con el antisemitismo habría que salvar al judío que llevamos dentro, asunto nada fácil ya que no hay poder que se precie que no se empeñe en impedirlo. Lo paradójico es que esas fuerzas de dominación encuentran complicidades en lo que hay en cada cual de antijudío: apego al yo, a la rutina y a lo de siempre; así como ese miedo a lo nuevo y a lo diferente. Los que buscan el poder se alimentan de los sentimientos más instintivos de los dominados.

Que Anelka, ciudadano francés de origen africano, se preste al antisemitismo es todavía más llamativo, pues el antisemitismo nunca le perdonará el color de su piel. Que no piense que las críticas al Estado de Israel le ahorrarán la condena, porque el problema del antisemitismo no está en el judío sino en nosotros mismos.

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