Échele la culpa al inmigrante, es bien fácil

, | 20 enero, 2019

La pulsión de defensa de una sociedad conduce a la búsqueda de un chivo expiatorio. Es hora de romper la perversa dinámica contra quienes vienen de fuera, y de frenar la explotación de los temores que suscitan

SAMI NAÏR. EL PAÍS.- Cuentan que un famoso intelectual turco, al ser preguntado sobre por qué la UE rechazaba constantemente la integración de su país en el bloque europeo, contestó, con ironía: “No sé, ¿quizás porque somos cabezas de turcos?”.

Sus oportunas palabras apuntaban al papel que cumplen las cabezas de turcos o chivos expiatorios, esos seres o grupos humanos (los inmigrantes, por ejemplo) que cargan con una culpa y sufren un castigo por una situación de la que no son responsables. Los criterios que designan a un individuo o a un grupo como objetos de la agresión son concretos y específicos, pero necesitan indefectiblemente de una condición previa: la debilidad e impotencia de la víctima para defenderse.

A esto se añade que los criterios de elección del chivo expiatorio responden a pulsiones de defensa que tratan de satisfacer conflictos internos del propio grupo acusador. Estos conflictos que surgen en las relaciones interpersonales o intersociales (en las familias, en las estructuras sociales o en cualquier modelo de agrupamiento) se legitiman a través de la construcción de ese chivo expiatorio que padece la violencia, simbólica o real.

La expresión misma “chivo expiatorio” deriva de una antigua leyenda hebraica según la cual los judíos expiaban sus pecados transfiriendo su culpa sobre un chivo que transportaban y abandonaban en el desierto (Azazel). Por extensión, la metáfora hoy se refiere a cualquier sujeto inocente que padece la violencia punitiva de la otredad. Es una representación antropológica universal.PUBLICIDAD

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Entre las múltiples teorías para analizar este fenómeno, destaca la aportación de René Girard, quien elaboró una teoría al respecto en su libro La violencia y lo sagrado. Girard estudia el sentido original de la noción de “chivo expiatorio” como una tendencia inherente al ser humano. En primer lugar, advierte que, en la lógica del chivo expiatorio, se pone de relieve, más allá de la depreciación y desvalorización del objeto estigmatizado, una pulsión de envidia basada en un deseo mimético. Es decir, ese anhelo por conseguir el objeto codiciado por otro; un deseo por el deseo del otro (por ejemplo, un puesto de trabajo).En línea con la idea de Girard, este rasgo inherente al ser humano genera una violencia incontrolable en sí misma porque sitúa en el corazón del víncu­lo social una guerra de todos contra todos, capaz de arrasar cualquier forma de comunidad civilizada. Para limitar esta lucha y controlar el deseo mimético, las sociedades han inventado el chivo expiatorio, que carga con esa violencia y la paga con su inmolación. 

Un ejemplo sería el de la figura de Cristo, que asume conscientemente expiar los pecados de los hombres; pero el método más corriente en la dinámica de creación de los chivos expiatorios es el de la producción por la sociedad de víctimas inocentes que encarnan —siempre a su pesar—, temporal o eternamente, las debilidades del grupo social que las señala.

La necesidad del chivo y del sacrificio surge cuando una sociedad padece una crisis profunda que afecta a su equilibrio interno. Entonces se forja la búsqueda de un culpable y frente a él se reconstituye la solidaridad colectiva. Toda la historia, antigua y moderna, está atravesada por esa pulsión del sacrificio del otro, tanto para reforzar el vínculo de una sociedad debilitada como para saciar la violencia mimética. 

Los judíos ocuparon, espiritual y secularmente, el rol de chivo expiatorio en la historia del cristianismo durante siglos. En el imaginario (y desgraciadamente también con frecuencia en la práctica) han sido sistemáticamente estigmatizados. Si eran ricos, eran temidos y envidiados por los ricos, que los despreciaban y detestaban; y también odiados por los pobres, por manejar la circulación del dinero. Su cultura les hacía ser percibidos como malignos; y la solidaridad entre su grupo religioso, en respuesta a la marginación padecida, les ha hecho padecer un sinfín de acusaciones de complots y traiciones. La violencia mimética pudo llegar, en una situación de crisis paroxística de la sociedad, hasta el intento de aniquilarlos. El texto que mejor representa esa patología es Mein Kampf, de Adolf Hitler, y el que más culpa a los judíos solo por el hecho de serlo es el apócrifo Los protocolos de los sabios de Sion.

Hoy en día, el extranjero, el inmigrante, representa, por varias razones, el chivo expiatorio ideal. Primero, porque la desintegración del contrato social —fruto de la globalización anárquica actual— desagrega los principales pilares que equilibran la sociedad, agudiza la brecha de desigualdad y acentúa la competición entre los más necesitados, creando así mecanismos conflictivos de deseos miméticos. En esta competición, los inmigrantes están desde el principio en situación de desventaja por venir de fuera.

De ahí la segunda razón, automáticamente subyacente: la “no pertenencia” del inmigrante a la nación donde vive. Es un outsider percibido como un elemento exterior, ilegítimo, y por esto el trueno del estigma puede fácilmente caer sobre él. En tercer lugar, al competir con nosotros, codicia nuestra misma condición. Y eso acaba por cambiar nuestra propia identidad. Aflora entonces la justificación de la violencia, al alegar que se trata de evitar la alteración de la identidad original. EL PAÍS recogía en sus páginas, por ejemplo, el caso de una mujer en Madrid que le recriminaba a un inmigrante: “¡Es usted un extranjero!”, recordándole que “¡los papeles de nacionalidad se dan pero también se quitan!”. Expresaba una tendencia pesada al racismo instintivo. Pues la explosión de violencia expiatoria siempre se basa en una visión salvaje del otro, relacionada con el instinto, no con la razón. Los mecanismos racionales de esta visión siempre surgen a posteriori, para tratar de justificar la exclusión y la necesidad del sacrificio como algo legítimo.

Las pulsiones violentas, incentivadas a menudo por los demagogos políticos, se reciclan como medidas de protección frente a la “amenaza” de los inmigrantes, incluso los “legales”, que, en el imaginario, resultan también ilegítimos.

En el rechazo que la víctima expiatoria sufre, aparecen siempre huellas del pasado mezcladas con fantasmas modernos, temores que no han sido atajados por la cultura civilizada. El antisemitismo histórico y el antiislamismo actual atestiguan prejuicios profundos, aunque no siempre conscientes. Se pueden detectar en las burlas, en el humor, en la descripción misma de los acontecimientos diarios. Las consecuencias de esto son innumerables, tanto para las víctimas como para la propia sociedad. Para quienes lo sufren, la vida es una batalla diaria que les enfrenta a una constante mirada despectiva. Para la sociedad, esto es aún más grave porque debilita el Estado de derecho y emascula culturalmente su identidad.

Por otra parte, la globalización de la economía, que incentiva desplazamientos masivos de poblaciones, genera inevitablemente la cosmopolitización de las sociedades. Esto provoca inquietudes, incomprensión y, a veces, rechazo. En este contexto, los grupos sociales más vulnerables en las sociedades europeas pueden percibir la población que se mueve como intrusos, enemigos en la competición social.

Los partidos políticos nacionalpopulistas se han especializado en la manipulación de estos temores. Su retórica gira en torno de ideas simples, primitivas y tremendamente eficaces: los inmigrantes “quitan” el trabajo a los nacionales, la porosidad de las fronteras favorece la invasión migratoria, la UE nos impide actuar, la liberalización de los usos destruye nuestros valores, etcétera.

Es altamente significativo que Marine Le Pen en Francia y Matteo Salvini en Italia, tras la aprobación del pacto sobre la inmigración europeo, proclamaran a voz en grito que es un “¡pacto con el diablo!”. Redundaban así en el traslado de afectos negativos hacia los inmigrantes, una liberación, sin tabúes, de la instancia represiva que provoca inmediatamente pasar a la acción, haciendo fluir, sin inhibición, la agresión verbal o física. El nuevo fascismo de hoy en día racionaliza estas proyecciones fóbicas, utiliza la fragilidad de grupos sociales abandonados —o que se sienten ninguneados— y oculta las causas reales de esta fragilidad, fomentando sentimientos y explicaciones autocomplacientes, aunque erróneas.

El caso francés es particularmente elocuente. El partido de Jean-Marie Le Pen nació como fuerza electoral en las elecciones municipales de 1983 a partir de la conjunción de varios elementos: la crisis (¡ya entonces!) del empleo, el desmantelamiento de la industria del automóvil (por el traslado de las plantas de producción al extranjero), el paro de los inmigrantes que trabajaban masivamente en estas industrias (Renault y Citroën). Ellos fueron, dicho de paso, los primeros en pagar la ruptura del pacto social. Y a esto se añade la existencia de una mirada poscolonial conflictiva sobre ellos, por ser a menudo magrebíes. Por otro lado, la construcción europea fue presentada como un peligro que minaría la identidad nacional y banalizaría la grandeza de la nación en una Europa vulgarmente mercantil.

Con estos ingredientes prosperó la retórica neofascista francesa, que ha sido perfeccionada y depurada de su racismo más grosero por Marine Le Pen, hija del fundador. El Frente Nacional se ha convertido así en el primer partido obrero de Francia, y se acerca cada vez más al poder político y, sobre todo, ¡menuda victoria!, sirve de referente a toda la extrema derecha europea.

La misma topografía cabe aplicar a Alemania con: el choque de la crisis del euro, atribuida a la prodigalidad de los países europeos del sur; la crisis larvaria de integración de los alemanes del Este; el aumento de la pobreza (más de 10 millones ocultos en la próspera Alemania); y la llegada de los refugiados. Estos son los componentes inflamables que Alternativa para Alemania (AfD) utilizó sin escrúpulos, cargando primero contra Europa, y ahora haciendo hincapié en el rechazo a los inmigrantes en general y a los musulmanes en particular.

En Italia, la confluencia de los efectos negativos de la política de austeridad con las cifras de desempleo, la llegada masiva de refugiados y la desagregación del sistema de partidos (que se remonta a la irrupción de Berlusconi en el campo político en los años noventa) provoca el auge populista de Movimiento 5 Estrellas. Y acaba desembocando en la victoria de la extrema derecha lombarda, que manipula al chivo expiatorio de la inmigración desde hace décadas.

Del caso español no cabe aventurar mucho todavía. Es el país más tolerante de la Europa actual, pero la ola de nacionalismo que se está, poco a poco, desatando —y que se nutre de micronacionalismos y de la crisis del Partido Popular— puede tener consecuencias incontrolables en una sociedad democrática joven, con un modelo estatal original que no siempre es objeto de consenso. Frente a los inmigrantes —en especial los de confesión musulmana— se activan sentimientos religiosos y viejos prejuicios, convirtiéndolos en objetivos fáciles para ocupar el rol de chivo expiatorio.

Se podría ampliar el número de ejemplos (Países Bajos, Austria, Hungría, Polonia, etcétera), pues en todos estos países entra en funcionamiento el mismo mecanismo: se culpa a la inmigración, a la UE, se denuncia la pérdida de valores. En el fondo, estos movimientos nacionalpopulistas saben, cualquiera que sea su programa, que esta es la vía más rápida de conquistar el poder.

Está claro que el estancamiento de la construcción europea hoy y la ausencia de políticas capaces de generar esperanza y solidaridad en la identidad colectiva dejan vía libre a una propaganda ácida de todo tipo, que desemboca en sublevaciones sociales esporádicas, bajo la forma de chalecos amarillos a la francesa o, desgraciadamente, vestida con las camisas del nuevo fascismo.

Frente a la fabricación del chivo expiatorio de la inmigración, hay tres aspectos que llaman con urgencia a la acción. Se debe buscar el consenso más amplio posible entre las fuerzas democráticas para proteger el Estado de derecho amenazado por el nuevo fascismo. La idea en la que debe basarse este consenso es que la inmigración es un hecho social, no un asunto político, que debe gestionarse teniendo en cuenta las necesidades económicas y los derechos y deberes. La inmigración debe salir del campo político, y esto es algo imperativo para evitar así herir la identidad colectiva. Es también imprescindible apostar por una política educativa que favorezca, en el respeto de los valores de la sociedad de acogida, el encuentro identitario y la creación de un nosotros común. Por último, hay que vigilar la deontología de los medios de comunicación, por el papel que ostentan en la construcción del imaginario colectivo. Estos son desafíos difíciles, pero valen la pena, porque se trata de defender la humanidad de todos. 

Sami Naïr es filósofo y politólogo, autor de ‘Refugiados, ante la catástrofe humana, una solución real’ (Crítica).

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