Del inconveniente de abusar de la acusación de nazi

| 14 marzo, 2017

JOSÉ ANDRÉS ROJO. EL PAÍS.- Al capitán Julius Wohlauf, que formaba parte del Partido Nazi, le gustaba llevar de excursión a su esposa Vera —que entonces estaba embarazada— para que contemplara cómo trabajaban los miembros del Batallón de Reserva Policial 101 en la agotadora tarea de matar judíos. Corría el año 1942 y los arquitectos de la Solución Final comprendieron que, en ese momento en Polonia, no tenían ya tiempo suficiente para reunir a sus víctimas y enviarlas a un campo de exterminio. Así que decidieron que a los judíos del distrito de Lublin tenían que liquidarlos a tiros. Antes de ponerse en marcha, un sargento y el médico de la unidad les explicaron a los encargados de la tarea dónde debían disparar. “Recuerdo exactamente que para esa demostración dibujó o perfiló el contorno de un cuerpo humano, al menos de los hombros hacia arriba, y entonces señaló el punto exacto en el que se tenía que colocar la bayoneta como una guía para apuntar”, le explicó uno de ellos a Christopher R. Browning, como recoge en Aquellos hombres grises.

 

No se andaban con chiquitas los del Batallón 101 por grises que hubieran sido sus vidas. Casi todos procedían de Hamburgo, y más del 60% eran de la clase trabajadora. De los 500 hombres, solo la cuarta parte era nazi. La atmósfera de odio era tal, y el miedo, que hicieron su trabajo con eficacia. Como disparaban a quemarropa, tenían que apuntar con finura donde les habían indicado para que no les saltaran los sesos. Julius y Vera contemplaban arrobados la acción.

En Minnesota, Estados Unidos, se acaba de confirmar que Michael Karkoc, un anciano de 98 años que trabajaba de carpintero, estuvo también en Lublin matando judíos a destajo. La masacre de Chlániow, en la que participó, ocurrió en 1944, un tiempo después de que operara por la zona el Batallón 101.

Así que hay nazis que todavía viven. Y por eso, para no trivializar el horror, no debería usarse aquella militancia como un insulto facilón. Lo ha hecho Erdogan al decir que las autoridades holandesas se han comportado de manera “fascista” y “nazi” al no permitir a dos de sus ministros realizar un mitin ante ciudadanos turcos en Rotterdam.

En esta época de tensiones populistas que todo lo polarizan resulta tentador volver a los años de entreguerras del siglo pasado y trazar paralelismos con el presente. Es fácil entonces tirar del término “nazi” para arrojárselo al enemigo y quedarse como una rosa. Pero si algo habría que aprender de aquel tiempo es lo terrible que resulta alimentar el fanatismo. En Políticas del odio, un libro que han coordinado Fernando del Rey y Manuel Álvarez Tardío y que acaba de aparecer, se reúnen varios trabajos que muestran cómo los discursos violentos fueron entonces erosionando las democracias. “Eran ideas que glorificaban el conflicto y desprestigiaban la percepción de la política como un arte de realidades, pactos y logros moderados”, escriben. Tienen razón.

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