Utoya, el pánico en la mirada

| 19 febrero, 2018

Erik Poppe sorprende, aterroriza y angustia, todo a la vez, con un viaje en tiempo real y en un único plano a lo sucedido el 22 de julio de 2011 en la isla noruega donde fueron asesinadas 69 jóvenes

LUIS MARTÍNEZ. EL MUNDO.- El problema es dónde y hasta cómo mirar. Se lamentaba Jorge Semprún de que lo verdaderamente traumático del Holocausto es que no hubo supervivientes de las cámaras de gas nazis. «Nadie podrá decir jamás: yo estuve ahí. De ahí la angustia de no ser creíble», escribía. El caso de la masacre de Utoya es diferente y, sin embargo, cruel y razonablemente parecido en uno de sus aspectos. Quizá sólo uno, pero relevante. Los que sobrevivieron apenas alcanzan a recordar un fragmento de su pánico más íntimo. Incomprensible, demediado y, por ello, profundamente angustioso. No es tanto un problema de credibilidad como de comprensión. Cómo explicar lo inexplicable, cómo reconstruir algo tan monstruoso cuya réplica no sea ella misma tan ofensiva como evidentemente impúdica. Cómo mirar y acertar a ver algo.

Todas las preguntas están en Utoya July 22, la cinta de Erik Poppe que ayer mismo cayó a plomo sobre la Berlinale. No hay respuestas. Sólo el dolor permanece. Aceptar los patrones clásicos de reconocimiento de una obra maestra se antoja improcedente. La película emociona, agita en lo más hondo y hasta no duda en utilizar herramientas más propias del género de terror para situar al espectador al borde mismo del abismo. Y, sin embargo, nada de eso es lo que permanece. Si así fuera no quedaría otra que aceptar su fracaso: por morbosa, por irresponsable, por utilizar la tragedia como espectáculo de feria. Algunos de los pitidos que escucharon al final de la proyección de prensa se quedaron ahí.

Lo relevante, sin embargo, es el cuestionamiento radical de la propia mirada. Como hiciera el húngaro Laszlo Nemes en El hijo de Saul lo que cuenta no es tanto lo que se ve como el horror por necesidad indescriptible de lo otro. No es tanto dolor, que también, como algo mucho más difuso, brutal y esencial. Si Nemes pegaba la cámara a un Sonderkommando (unidades de trabajo formadas por prisioneros) para mantener siempre fuera de foco el escenario de todos los abismos del mundo, Poppe reconstruye en un único plano secuencia la experiencia de una de las víctimas.

La cinta dura poco más de los 72 minutos que el extremista de extrema derecha Anders Behring Breivik necesitó para la masacre. Empieza antes y acaba justo después del último tiro. Se escuchan los mismos disparos y la cámara simplemente levanta acta de una sensación mucho más profunda, hiriente y, otra vez inexplicable, que la desesperación, el vacío o la angustia. La mirada dota de sentido, pero ¿dónde mirar cuando nada alrededor lo tiene? Y es ahí donde Utoya July 22 completa una propuesta muy por encima incluso del talento del propio director.

Cuenta Poppe que su intención no es abrir nuevas heridas «sino acompañar al largo proceso de curación» al que está condenado su país y Europa entera. También recuerda que durante todo el proceso de rodaje tanto los jóvenes actores de la cinta como los supervivientes que ayudaron con su testimonio dispusieron de psicólogos para soportar la presión. La cinta, antes que en la Berlinale, fue proyectada en Noruega a algunos grupos de víctimas como paso previo a su exhibición. «La película cuenta la historia que nosotros no pudimos contar», comenta ante la prensa Endredrud, un chaval de 17 años, tenía 10 entonces, que sobrevivió a Utoya y que asistió a todo el proceso de producción.

El resultado es una película tan imprevisible como absorbente. Tan brutal como irresistible. Pero, sobre todo, única en su capacidad para abrir interrogantes en el centro mismo de un absurdo con el aspecto del más temible de los vacíos. En un momento dado, la película se detiene en la piel erizada de la protagonista. Un mosquito se para delante de la cámara como señal y testigo de que todo lo que ocurre es tan real que parece ficción, tan inaudito y extremo que sólo puede ser cierto. Más adelante, en pleno caos, alguien hace una broma y, de golpe, cobramos consciencia del verdadero sentido del temblor de una simple carcajada. Bien es cierto que algunos de los apuntes melodramáticos, contados y breves, sobran.

Al asesino apenas se le ve. Su silueta apenas acierta a recortarse contra un horizonte opaco y gris. En realidad, no vemos nada. Toda la película discurre en la parte de atrás de la pantalla, en un fuera de campo desenfocado, en el conjunto de excusas que siempre nos acompañan. Vemos lo que deseamos ver o, mejor, lo que nos podemos permitir ver para no sentirnos mal, culpables. El horror, la mirada, la angustia de no ser creíble.

ROMY SCHNEIDER, LUZ Y DOLOR

Por lo demás, la sección oficial, con la complicidad de algún programador de aficiones macabras, proyectó dos películas con vocaciones suicidas. O casi. 3 days in Quiberon y 7 days in Entebbe no sólo copian la estructura del título, también su propensión a los finales complicados. Si a eso se suma que las dos están basadas en hechos reales y que las dos son a todas luces fallidas, tenemos delante una bonita coincidencia. Estúpida sí, pero simpática.

La primera de ellas narra los tres días que anuncia en título de Romy Schneider.Mucho más que simplemente una actriz. De hecho, nadie como la austriaca para dar cuerpo y alma al dolor. Y a la luz. La cinta de la directora Emily Atef cuenta una entrevista. Nada más. La que concedió la por siempre y muy a su pesar Sisi a la revista Stern meses antes de su muerte. El titular decía «Soy una mujer infeliz de 42 años y me llamo Romy Schneider». Y en efecto allí se desnudaba en el más amplio sentido de la palabra anunciando ya el tamaño exacto de su más íntimo precipicio.

La película discurre, afectada y cargante ajena, a cualquier sentido del pudor. Por si hay dudas, todo lo que dice la frase precedente es malo. Se aprecia el trabajo de Marie Bäumer transfigurada en la sombra de la diva y, sobre todo, gusta su forma de fumar. Pero más allá, sólo humo. Reiterativa y completamente incapaz de sobreponerse a la impresión de acercarse al mismo cielo (¿o eran el infierno?), la película se abandona a una autoindulgencia ciertamente fuera de sitio. Dramatizar lo ya de por sí dramatizado nunca fue buena opción para un biopic, pues eso es.

Y luego, la cinta de José Padilha, ganador de un Oso de Oro por Tropa de élite. La idea es reconstruir de manera tan fiel como pudorosa lo ocurrido en junio de 1976 en la Uganda del dictador Idi Amin, cuando un grupo terrorista mitad cercanos a la RAF alemana, la otra mitad palestinos, secuestró un avión de Air France. El plan era intercambiar los pasajeros judíos por prisioneros árabes. Todo el empeño de la película es subrayar la relevancia de un acontecimiento que, a decir de su director, determinó el futuro de Oriente Próximo. Se optó por no negociar nada y ahí seguimos.

El problema, que lo hay, es la dificultad evidente y hasta fuera de guion que demuestra Padilha para animar la película con algo parecido a la tensión. Recuérdese que si de algo presumía la película citada arriba era precisamente de su facilidad para el vértigo, la energía, lo que vibra. De repente, todo discurre plano y sin brío por las dudas existenciales de unos activistas, admitámoslo, con muy poca imaginación. De por medio, eso sí una compañía de baile contemporáneo se esfuerza por dotar de vuelo metafórico a la historia. Tampoco.

En total, 10. Tres días con Romy y siete en Entebbe, una decena de jornadas perdidas en la capital alemana. Sea como sea, quedó Utoya July 22. De momento, y con permiso de Anderson, la película de esta Berlinale.

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