Una pareja contra el pueblo de los nazis

, | 22 septiembre, 2017

PABLO LÓPEZ BARBERO. EL MUNDO.- Las miradas se clavan en el coche forastero. No hace falta bajar las ventanillas para respirar la viciada atmósfera que pesa sobre Jamel, un pequeño conjunto de unas 20 casas en el estado de Mecklemburgo-Antepomerania, en el noreste de Alemania. A pesar de los frondosos bosques y de la cercanía al mar Báltico, a unos 10 kilómetros, aquí el ambiente se torna pesado. Huele a odio, violencia, sectarismo, olor semejante, quizá, al que se desprende al desempolvar un antiguo uniforme de un soldado de las SS. ¿Estamos en 1933? Probablemente, a tenor de la bandera roja, blanca y negra, los colores de la Alemania del Tercer Reich, que ondea en lo alto de una casa.

Pues no, estamos en 2017 y Jamel es un pueblo nazi, donde un 90% de los vecinos son seguidores de la derecha más extrema del país. Los Lohmeyers, una pareja de artistas de unos 45 años que llegaron al pueblo en 2004, son la excepción. Birgit es escritora y periodista y Host, músico. Cuando se mudaron sólo había una familia que no ocultaba sus tendencias extremistas. Por lo demás era una pedanía normal del norte de Alemania, dedicada a la agricultura y a la ganadería, donde abundan las casas con vigas de madera y el olor a estiércol.

«Somos gente de ciudad. Queríamos vivir en el campo, encontramos esta casa y nos encantó», dice Birgit a EL MUNDO mientras acaricia uno de sus diez gatos. Pero pronto empezaron a llegar nuevos vecinos al pueblo, y con ellos camisetas con el número 88 y cabezas rapadas. Luego apareció el mural de estética neonazi que aún adorna el centro del pueblo, la bandera o una señal que muestra con flechas lugares de referencia, entre ellos Braunau am Inn, localidad natal de Hitler. Para entonces, los Lohmeyers hacía tiempo que ya no podían pisar el único bar del pueblo.

La tensión fue en aumento hasta el año 2015, cuando una noche el granero de madera que tenían frente a su casa fue pasto de las llamas del odio. «Se traspasó una línea roja. Hasta entonces habíamos recibido insultos, algún robo, alguna cosa rota en el jardín… todo para que nos fuésemos del pueblo. Pero aquello marcó un antes y un después. Nuestra sensación de seguridad se desvaneció por completo», cuenta Birgit. La Fiscalía archivó el caso al no encontrar pruebas que condujesen al autor del fuego, pero declaró que el incendio había sido provocado.

En todo el pueblo solo hay un cartel electoral y es del NPD, un partido al borde de la legalidad de inspiración neonazi. Hay cerca de 40 habitantes y la gran mayoría no oculta su inclinación política. Sólo en dos casas vive gente que no participa de la escena extremista, pero ellos tampoco hablan con los Lohmeyers, por miedo, cuenta Birgit. La pareja evita caminar por las calles, su vida social está fuera de esta pedanía y siempre se mueven en coche. Si bajan andando saben lo que pasa: malas caras, insultos, provocaciones. «Somos los malos del pueblo», dicen.

El miedo ya se ha convertido en parte de su día a día. «¿Cómo no temerlos? No se trata de vecinos impertinentes o del típico ‘facha’. Se trata de fundamentalistas, gente que propaga el terror«, cuenta Horst. Uno de los vecinos es uno de los cabecillas de la extrema derecha alemana, ex líder del grupo supremacista Hammerskin y ha estado en la cárcel cuatro veces. Su casa es un centro de reunión de neonazis de todo el país.

La pregunta es inevitable: ¿No han pensado en mudarse? Birgit mira al techo y resopla. «Por supuesto. Pero cuando uno se ha comprado una casa y no es millonario, entonces no es tan fácil. No tenemos el dinero para comprar otra, y nadie compraría esta excepto una familia neonazi. Y a ellos, por principios, no se la vamos a vender. Nos guste o no, estamos atados a este pueblo».

Ante esta situación, un día decidieron diseñar una estrategia para contraprogramar a los nazis y salvar al pueblo de la aislación total. Organizaron un evento inclusivo y abierto a todo el mundo, y qué mejor instrumento que la música. Cada año organizan el festival ‘Jamel rockt den Förster’ en una extensa pradera junto a su casa, y apenas a 50 metros de las casas de sus vecinos.

El Festival vende cada año todas las entradas y se ha convertido en un símbolo de la lucha contra la extrema derecha. Con la música, los Lohmeyers aspiran a romper fronteras y ser un altavoz de la tolerancia. «Ojalá, y gracias a nuestro granito de arena, algunos de los hijos de los vecinos puedan cuestionarse algún día el modo de vida de sus padres«, comenta Horst.

A pesar del auge de la ultraderecha en Alemania, él se mantiene optimista. «Tenemos que seguir activos. Mi familia nunca me supo explicar por qué por entonces tan poco gente se rebeló contra los nazis. Yo me planteo esta pregunta y a mi no me deja en evidencia. Yo sé lo que estoy haciendo«, concluye.

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