Mentar el fascismo en vano

| 3 enero, 2018

JULIÁN CASANOVA. INFOLIBRE.- El fascismo es uno de los términos más controvertidos de la historia contemporánea y, al no existir una definición universalmente aceptada por historiadores y científicos sociales, se usa y abusa de él, en el espacio y en el tiempo, aplicado a diferentes contextos políticos o como forma de insulto ante cualquier exhibición de comportamiento autoritario, proceda éste del amplio firmamento político de la izquierda o de la derecha.

 Durante varias décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, el legado del fascismo, de su dominio de Europa, de la guerra racial, de la limpieza étnica y de los millones de asesinados, encarcelados  y exiliados, parecía desvanecerse frente a la fortaleza de la democracia, un fenómeno del pasado, sin futuro, derrotado en una guerra global.

En los últimos años, sin embargo, la aparición de movimientos racistas, xenófobos y protectores del orgullo y de la identidad nacional nos han traído ecos del fascismo histórico, de aquel que echó sus semillas y creció entre 1919 y 1945. La historia avisa, aunque muchos, lejos de tomársela en serio, prefieren mentar al fascismo en vano, convertirlo en una dardo de tertulia y propaganda política frente al oponente. Por eso este  artículo está pensado especialmente para  quienes  solo han visto el fascismo en las películas, nunca lo sufrieron, ni lo estudiaron en las escuelas, o tienen el desprecio al conocimiento como bandera.

Las interpretaciones más relevantes del fascismo proceden fundamentalmente, aunque han evolucionado mucho con el tiempo, del marxismo, de las visiones del totalitarismo elaboradas durante la Guerra Fría y de las teorías revisionistas y del “nuevo consenso” que aparecieron en el mundo académico desde los años noventa del siglo XX.

Si el marxismo había identificado al fascismo desde el principio como una respuesta represiva del capitalismo ante las crisis política y socioeconómica causadas por la Primera Guerra Mundial y la revolución bolchevique, las teorías del totalitarismo defendieron que el fascismo y el comunismo se parecían mucho en sus estructuras de poder, en el papel desempeñado por sus partidos únicos, en la naturaleza burocrática del Estado y en el uso del terror.

Aunque las explicaciones de Carl Friedrich Hannah Arendtiban mucho más allá de un mero paralelismo entre los estados Nazi y Soviético/Estalinista, lo que se divulgó y consolidó fue, más en el escenario político que en el académico, su identificación total en esas prácticas comunes “totalitarias”, dejando de lado e ignorando sus diferentes orígenes sociales, sus ideologías antagónicas y sus diferentes alternativas al capitalismo y a la democracia.

El historiador y filósofo alemán Ernst Nolte, muy influyente en las posteriores aproximaciones revisionistas y del “nuevo consenso”, fue mucho más allá y defendió que la ideología y prácticas del Holocausto eran un reflejo de las purgas políticas de Stalin de los años treinta. En su provocadora sentencia, el gulag fue anterior a Auschwitz. En una imagen simplificada de la historia, que es lo que gusta a quienes la ignoran o les interesa solo su uso político en el presente, los bolcheviques serían los “primeros culpables” y los nacionalsocialistas quedarían exculpados o minimizados por copiar lo que había sido ya iniciado por el marxismo.

A partir de esa explicación, en la que los factores sociales y económicos que condujeron al surgimiento del fascismo interesaban poco o nada, algunos autores, Roger Griffin entre ellos, pusieron énfasis en la ideología “positiva” del fascismo, que no solo buscaba destruir las formas políticas existentes sino crear un “nuevo mundo”. El fascismo, además de su parte reaccionaria y ultraderechista, tenía también su lado racional,  revolucionario, una especie de síntesis de ideas de la derecha y de la izquierda, una “tercera vía” entre el capitalismo y el comunismo.

Los historiadores que han aportado análisis empíricos sobre el fascismo, desde Italia a Alemania, pasando por España, Rumanía o Hungría, y no sólo teorías o definiciones, se han alejado casi siempre de ese revisionismo y han destacado sus componentes antidemocráticos, antisocialistas, paramilitares y ultranacionalistas, su carácter de religión política (Emilio Gentile), manifestado en la profusión de símbolos y ritos y en el culto a los mártires. Los fascismos fueron movimientos de masas que nacieron desde la violencia callejera y, tras conquistar el poder, militarizaron al Estado y a la sociedad.

No todos los casos históricos de fascismo, o sus compañeros de viaje colaboracionistas, tuvieron como componente esencial el determinismo biológico del nazismo alemán, la creencia de que la raza aria era superior a las demás y su profundo y radical antisemitismo, pero, cuando fueron derrotados en 1945 y pudo hacerse balance, se comprobó que todos se habían sumado a las atrocidades de la guerra imperialista, los campos de concentración, las cárceles y los asesinatos en masa del contrario (rojos, judíos, demócratas o disidentes). Y los que los copiaron y sobrevivieron a la era fascista, los regímenes de Franco y Salazar en España y Portugal, mantuvieron durante sus largas décadas de dominio la misma hostilidad y violencia frente al liberalismo, el comunismo y la democracia.

Como escribió Primo Levi, “la memoria de lo que sucedió en el corazón de Europa, no hace mucho, puede servir como advertencia”. Es probable que el fascismo, como fuerza electoral y paramilitar, continúe  siendo marginal en muchas partes de Europa, pero aquellos que señalan a las minorías étnicas, inmigrantes o refugiados  como chivos expiatorios de los problemas que no pueden solucionar nuestros políticos y sociedades –y atacan al mismo tiempo a la democracia, al multiculturalismo y a los derechos humanos–,  están sembrando la semilla de un nuevo fascismo, con su rastro de intolerancia, abuso y esclavitud.

No todo lo que se opone a la política establecida es fascismo o populismo. Los tertulianos con poder de comunicación que llaman fascistas a todos aquellos que no piensan como ellos –sean independentistas catalanes, nacionalistas o podemitas– y, desde el otro lado, quienes piensan que nuestra actual democracia es franquista, deberían leer un poco de historia, escuchar sus ecos, fiarse de quienes de verdad la han investigado, construir argumentos y conceptos con más rigor. Como hemos demostrado algunos en el año de su centenario, para elaborar versiones fieles a la historia y críticas de la revolución bolchevique –y de paso del comunismo o del estalinismo-, no es necesario equiparar todas las manifestaciones de violencia política o dictatoriales. Ni mentar el fascismo en vano.

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