Menores migrantes: los hijos e hijas de nadie

| 20 febrero, 2019

Más de 13.000 chicos y chicas han llegado a España sin padres ni familiares que los acompañen el pasado año, un número sin precedentes desde la época de los cayucos. Sin apenas recursos ni solidaridad entre las comunidades autónomas, estos son los obstáculos a los que se enfrentan cuando llegan a Europa

JAIRO VARGAS. PÚBLICO.- Solos y desde el sur. Así es como han llegado a España miles de chavales y chavalas, jóvenes migrantes, aún muy niños en muchos casos. Lo hacen a bordo de barquitas de juguete con artesanales remos de madera, a toda velocidad en motos de agua cuyo piloto les tira al mar si se topa con la lancha de la Guardia Civil. Vienen medio asfixiados dentro de maletas o escondidos en el salpicadero de un coche que cruza tembloroso el paso fronterizo de Ceuta o Melilla. A la carrera entre los policías españoles y marroquíes en los puestos de frontera, con la vista fijada en colarse en un ferry en los bajos de un camión. Llegan en embarcaciones más grandes, junto a decenas de otros migrantes mayores. Junto a sus propios traficantes, tratantes en algunos casos. Llegan solos y son vulnerables. Vienen a Europa huyendo de mil males. Son magrebíes, subsaharianos, sirios, afganos…

Son niños que han crecido de forma prematura, madurez acelerada por la pobreza, la violencia o amenazas que envejecen la mirada y, a veces, envilecen el carácter. Les llamamos menas. Eso son para la Administración. Meras siglas, un problema con muchos nombres y apellidos que el Estado ha tenido a bien agrupar bajo el nombre técnico de «menores extranjeros no acompañados». Menas. Niños sigla. Niños de nadie.

Son 13.012 los chicos y chicas que el Ministerio del Interior tiene contabilizados hasta finales del pasado enero. El doble que en 2017. Tres veces más que en 2016. Casi 700 menos que en diciembre de 2018. ¿Dónde han ido en un solo mes esos 700 niños cuya guarda y custodia recae en las comunidades autónomas? Es una pregunta sin respuesta clara: unos se hacen mayores y dejan de llamarse menas para ser sólo inmigrantes irregulares. Otros siguen viajando más al norte, donde quizás encuentren amigos y familiares que ya pasaron el trance de la migración. Otros no aguantan las deplorables condiciones de algunos de los centros de acogida en regiones como Andalucía, Madrid o Melilla y se lanzan a las calles. Algunos, simplemente, desaparecen del radar de la Administración. Nadie los busca porque a nadie importan.

Quiénes son es difícil de decir. Todas las organizaciones que trabajan con ellos coinciden en que cada chico es un mundo, una historia con final abierto que, debido a los escasos recursos para atenderlos —muchos de los cuales se esfuman sin que se noten mejoras en los centros—, depende de la suerte: del centro al que vayan, del educador que les toque, de la comunidad autónoma a la que consigan llegar, de su historia previa o de sus objetivos una vez alcanzado el “sueño europeo”. “Hay un proyecto migratorio por cada niño que llega a España. De ahí la complejidad del fenómeno”, resume Javier Cuenca, responsable de Save the Children en Andalucía, la región que más chicos y chicas que migran solos tiene bajo su tutela. Son casi 6.300, según los datos facilitados por Interior al cierre de 2018, el 45% del total. Una cifra que se ha reducido a poco más de 5.700 en el primer mes del año.

La cifra de menores extranjeros no acompañados en España se mantuvo más o menos estable, en el entorno de los 3.000, hasta hace tres años. En 2016, al igual que crecieron los flujos migratorios hacia España, el número de chicos no acompañados comenzó a aumentar de forma más que notable. Comunidades como Andalucía protestaron ante el Gobierno central exigiendo más fondos y un reparto “solidario” entre las comunidades autónomas que “menor presión migratoria soportan”. Los centros de acogida de Andalucía están saturados, falta personal educador y, sobre todo, espacio, según han denunciado en repetidas ocasiones los propios trabajadores.

Aquella polémica se saldó el pasado año con un exiguo reparto de menores entre algunas regiones que se ofrecieron voluntarias y con 40 millones de euros adicionales de los queAndalucía se llevó la mayor parte, 25 millones. “Pero no ha habido ningún cambio”, explica Cuenca. “Hubo tentativas, pero la mayoría de comunidades se pusieron de perfil mostrando una gran insolidaridad territorial. Andalucía es la puerta de entrada, afecta a todo el país y también a nivel europeo. Su proyecto migratorio, el de la mayoría, es terminar en Francia”, sostiene. “Hasta antes de la elecciones, la Junta tenía planes para construir un centro de acogida inmediata más grande para evitar la saturación de centros más pequeños en primera línea, en Algeciras o Campo de Gibraltar. La idea era tener un centro para dos o tres meses de estudio individualizado y luego valorar traslados según el proyecto y las redes familiares del menor en Europa. Ahora estamos a la espera de que los nuevos cargos nos digan qué expectativas tienen. No sabemos qué plan tiene el Gobierno de PP y Ciudadanos en Andalucía”, explica el responsable de la ONG.

El éxodo marroquí y el ‘boom’ guineano

En Ceuta y Melilla no existen centros de larga estancia y los menores permanecen meses o años en centros preparados para pasar unas semanas, hacinados y a veces casi sin poder salir a la calle, por lo que muchos prefieren vivir en la calle, en las inmediaciones del puerto.

Mientras las administraciones siguen sin afrontar un fenómeno en aumento que eclosionó en los 90, ellos y ellas siguen llegando. Cada vez más y desde más sitios. Son los marroquíes los que ocupan el grueso de las vagas estadísticas que facilita Interior. Había unos 2.500 menores marroquíes tutelados en España en 2016. En 2017 aumentaron hasta los 4.159, según datos del Gobierno facilitados a Save the Children para su informe de 2018 Los más solos, uno de los más completos hasta la fecha. Sin embargo, a cierre de 2018 —la única referencia que Interior desglosa por nacionalidades— había más de 9.500, sin contar el número de menores que llegan y nunca pasan por los recursos oficiales, algo muy común entre los marroquíes y los argelinos, la segunda nacionalidad más habitual entre los menores migrantes hasta este año.

Entre las razones del repunte, la ONG aprecia un “agravamiento de las tensiones sociales causadas por una economía frágil, escasas oportunidades para la población y represiones a la libertad de expresión que han caracterizado el 2017”. Para Carlos Chana, responsable de los proyectos Programa Infancia, Servicio Social Internacional y Restablecimiento del Contacto Familiar de la Cruz Roja Española, también hay que añadir el establecimiento del servicio militar obligatorio en Marruecos. “Los hay que vienen como eslabón de un proyecto migratorio familiar, una inversión para que uno de los hijos llegue a Europa y envíe dinero cuando encuentre trabajo. Pero muchos vienen influidos por ambiente de calle. Entrevisté a un chaval de Tánger que había venido a España porque todos los chicos de su edad de su barrio lo habían hecho. Es muy frecuente”, describe el experto de Cruz Roja.

Según Chana, el perfil de los chavales norteafricanos está muy condicionado por su forma de socializar en Internet y el consumo del modelo de vida europeo. Quizás por eso, porque sus expectativas no se parecen en nada a lo que han visto en las redes sociales, son más propensos a abandonar los recursos residenciales y educativos. “Se aprecian diferencias entre los chicos marroquíes o argelinos y los subsaharianos. Los últimos han pasado por un periplo más traumático, algunos huyen de guerras y crisis económicas y políticas, pero tienen más adherencia a los proyectos educativos y de integración. Los norteafricanos suelen venir sin un proyecto claro y con expectativas muy a corto plazo que no se cumplen”, resume.

Precisamente, el número de menores subsaharianos que ha llegado a España ha aumentado con fuerza. Ya ocurrió en 2005 y 2006, durante la época de los cayucos hacia Canarias procedentes de Senegal y Mauritania. Ahora, tras los cambios en las rutas migratorias del último año y medio, es muy común encontrar chavales subsaharianos a bordo de una patera en el Estrecho. Llegan sobre todo desde Guinea Conakry, un país cuya economía creció más de un 6,6% en 2016 gracias a la producción de minerales como oro o bauxita, pero donde casi el 75% de la población sufre pobreza multidimensional y su índice de desarrollo humano está a la cola mundial. Si en 2015 había registrados 42 menores guineanos solos, en 2017 eran 258. El año pasado, el sistema español contabilizó a 1.112 niños y niñas procedentes de Guinea en 2018.

Ellas: más vulnerables, más invisibles

Si al factor de la infancia se le añade el del sexo, la ecuación sale a perder en el caso de las niñas. Según los datos oficiales, son muchas menos. Concretamente, había 971 chicas registradas en diciembre de 2018. Son apenas el apenas el 7% de los 13.796 menores migrantes no acompañados que han pasado por el sistema público de protección el pasado año.

La diferencia no es casual, apuntan los expertos. Responde, en primer lugar, a factores culturales. Sobre todo, al modelo de sociedad patriarcal que impera en los países de origen, donde las mujeres están supeditadas a la voluntad de los varones, recluidas en las tareas domésticas, argumentan. “Si el proyecto migratorio es un asunto de toda la familia, el que tiene la oportunidad es el chico. También creen que tiene más posibilidades de éxito”, afirma el responsable de Save the Children en Andalucía.

Coincide con él Chana, de Cruz Roja, quien señala al “mayor control social” hacia las mujeres en estos países como una de las causas de esta abismal diferencia entre chicos y chicas. Ambos expertos reseñan que ellas están mucho más expuestas a los peligros que entraña un viaje de estas características: abusos, violencia sexual, trata, explotación sexual, esclavitud laboral, tráfico de órganos. Pero vienen aun así. Y muchas son totalmente invisibles para las autoridades, explican ambos. Unas, porque pasan inadvertidas para el sistema; otras, porque salen de los centros de acogida, que son de régimen abierto. “Pueden llegar a España y, después de un tiempo en el centro, son localizadas y captadas de nuevo por los tratantes, que se las llevan y nunca más vuelven”, advierte Javier Cuenca.

Lo confirma José Nieto, inspector Jefe de la Unidad Central de Redes de Inmigración Ilegal y Falsedades Documentales (UCRIF) de la Policía, uno de los mayores expertos en trata de personas. “Cuando llega una patera con subsaharianas se activa un protocolo para tratar de determinar la situación y saber si son menores, porque llegan sin documentación”, sostiene. “Ellas vienen traficadas y es muy probable que puedan ser tratadas en el futuro, en España o en otro país. Es probable que, en el caso de las menores, cuando llegan a los centros, los tratantes terminen arrancándolas de allí y las lleven a ser explotadas, prostituidas, en polígonos industriales, en los invernaderos de Almería, en pisos… En sitios recónditos. Por eso decimos que son víctimas invisibles”, añade.

En 2018, la Policía detectó a 24 menores extranjeras víctimas de trata, 13 de ellas con fines de explotación sexual, tres por matrimonio forzoso, ocho con fines de explotación laboral y una explotada en mendicidad. La mayoría eran procedentes de Nigeria y Rumanía, relata Nieto. “Sólo una niña en estas condiciones es un problema enorme, pero los números no son muy elevados y no tenemos identificada una red dedicada exclusivamente a la trata de menores migrantes”, sostiene, aunque reconoce que es difícil conocer la proporción exacta del problema.
Los centros de acogida son sitios conflictivos, es posible que las organizaciones estén pululando por allí para llevarse a las niñas, pero nos faltarían manos para proteger todos los centros y seguir trabajando en la detección. Es una tarea muy complicada y las ONG nos ayudan aquí, nos informan de visitas extrañas, cambios de comportamiento, etc. Cuando nos informan estamos preparados y lo vigilamos, pero es complicado. Sobre todo porque, cuando hablamos con ellas, muchas veces no nos dicen nada, tienen mucho miedo y mucha presión. Así es muy difícil que podamos trabajar rápido”, destaca.

Hacerse mayor

Muchos de ellos superan como pueden esta etapa dentro del sistema. A algunos, una radiografía de la muñeca o la mandíbula o una exploración de los genitales les ha convertido en adultos antes de tiempo. Otros han soportado el hacinamiento, los colchones en el suelo para dormir y la falta de educadores y educación. Pero todavía les queda lo más difícil: hacerse mayor.

Desde Save the Children y otras organizaciones han denunciado en numerosas ocasiones lastrabas de las distintas administraciones para tramitar los permisos de trabajo y de residencia de estos chicos cuando cumplen la mayoría edad. Chana también lo denuncia y recuerda que Cruz Roja desistió hace años de trabajar gestionando centros de acogida de menores por la falta de compromiso de los Gobiernos regionales en este asunto. “El éxito de estos chavales depende de esos dos papeles. Si no se los dan, como debería hacerse, no sirve de nada todo lo invertido”, resume.

“Nos faltan datos oficiales del porcentaje de menores tutelados que acaba integrado, con un trabajo o estudiando al cumplir los 18 años”, critica Cuenca. En Andalucía, explica, “casi todos quedan fuera del sistema de protección y la Junta, que tiene obligación de proporcionar la documentación necesaria, no se la facilitan. Se quedan fuera y sin papeles y se arriesgan a ser expulsados. No hay cifras concretas, ni siquiera las hemos conseguido a través del Portal del Transparencia”, lamenta el responsable de Save the Children en la región. Es posible que haya mucho que esconder sobre cómo trata nuestro sistema a los niños que no son nuestros, a los hijos de nadie.


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