Las ciudades chinas purgan a sus pobres

| 18 enero, 2018

Shanghái sigue los pasos de Pekín y ha establecido un tope de población que acarreará demoliciones forzosas y la expulsión de millones de emigrantes

«El Gobierno no quiere pobres», denuncia Han, una anciana que se niega a abandonar el edificio en el que ha vivido toda su vida

Las expropiaciones forzosas son un eslabón más de la discriminación histórica que sufre la población rural en las ciudades chinas

ZIGOR ALDAMA. ELDIARIO.ES.- El Año Nuevo chino es el momento más idóneo para descubrir cuál es la composición social de las grandes ciudades del país más poblado del mundo. La gran migración rural que ha facilitado el milagro económico chino de las últimas cuatro décadas se revierte durante la mayor festividad del país, equiparable a la Nochebuena cristiana ya que supone el reencuentro de la familia.

Las estaciones de tren y los aeropuertos no dan abasto mientras megalópolis como Shanghái, Pekín, o Shenzhen se quedan vacías. Las fábricas cierran, las construcciones se detienen, y cientos de millones de personas participan en el mayor éxodo temporal del planeta.

La mayoría regresa a sus lugares de origen desde las zonas urbanas en las que se labra un futuro mejor. Los emigrantes rurales son la mano de obra barata que mantiene en marcha la fábrica del mundo y da forma a los relucientes rascacielos de la segunda potencia mundial.

«Ahora hay trabajo. No nos pagan muy bien, pero es suficiente para llevar una vida humilde e incluso para ahorrar. Vivimos mucho mejor que nuestros padres», cuenta Hu Heping, un obrero originario de la provincia de Anhui que lleva más de una década ganándose la vida en Shanghái. Ha trabajado en algunas de las obras más significativas de la capital económica de China, incluida la Torre de Shanghái, el rascacielos más alto del país y el segundo en el ranking mundial.

No obstante, ahora Hu está sopesando la posibilidad de regresar a casa, un pueblo de apenas 40.000 habitantes. Ha cumplido ya 40 años, su madre es demasiado mayor para valerse por sí misma y no se siente bienvenido en Shanghái. «La gente local tiene un punto de arrogancia que no logro comprender. Porque esta ciudad debe toda su espectacularidad a gente como yo, que se ha deslomado para construirla. Los shanghaineses no han movido un dedo para levantarla. Sin embargo, las autoridades cada vez nos ponen más difícil establecernos aquí», lamenta.

Puede que el próximo 16 de febrero se marche para celebrar el Año Nuevo y no vuelva.

Un plan que desplaza a la población migrante

Si Hu emprende el camino de vuelta, el Ayuntamiento le estará agradecido. A finales del mes pasado, Shanghái decidió seguir los pasos de la capital, Pekín, y aprobó un plan para poner coto a su población, estimada a finales de 2016 en 24,2 millones de habitantes. El objetivo es limitarla a un máximo de 25 millones de aquí a 2035, algo nada fácil de conseguir si se tiene en cuenta que en las últimas dos décadas ha crecido a un ritmo superior al 1% anual.

Las autoridades consideran que la superpoblación está ejerciendo una presión excesiva sobre los recursos disponibles. Aseguran que provoca la endémica congestión del tráfico, el aumento de los niveles de contaminación y la saturación de servicios públicos como la sanidad o la educación. Shanghái sufre lo que se conoce como ‘la enfermedad de las ciudades grandes’.

La estrategia de los dirigentes para vacunar a la megalópolis antes de que sea demasiado tarde incluye limitar a 3.200 kilómetros cuadrados el suelo urbanizable que liberará en los próximos 17 años. Y, aunque los dirigentes comunistas no lo mencionen expresamente, en su mente también está el derribo de pequeños edificios antiguos para construir en su lugar urbanizaciones de lujo. Es el proceso de  gentrificación que esconde un plan destinado a desplazar a la población inmigrante, que suma el 40% del total de Shanghái.

Familias resisten a las excavadoras

«El Gobierno no quiere pobres», sentencia con rotundidad la señora Han. Pertenece a una de las tres familias que se niegan a abandonar los edificios en los que han vivido toda su vida. Los suyos son los últimos edificios de ladrillo gris que quedan en pie al final de la calle Hailun, donde todo lo demás son solares llenos de cascotes y viejas pertenencias. Y no sabe cuánto más podrán resistir. De hecho, en la puerta ya ha aparecido el temido símbolo  chai, que significa ‘derribo’ y que señala el lugar en el que tienen que actuar las excavadoras.

Han es natural de Shanghái, pero el resto de las familias de este vecindario humilde procedía de otras provincias. «Les intimidaron y decidieron marcharse», cuenta. Con una compensación económica ridícula, vieron que continuar en Shanghái no era factible –los precios de la vivienda son los más elevados del país– y decidieron marcharse.

Han, sin embargo, no tiene adónde ir. Y con casi 80 años y un marido incapaz de moverse, dará la batalla. «No me niego a marcharme, aunque nos vayan a enviar al extrarradio. Pero exijo una indemnización justa», apostilla. En una de las paredes, eso es exactamente lo que promete para los dueños de las viviendas un póster oficial ilustrado con el mazo de un juez. «Mentira», dispara la anciana.

Una segregación histórica

Como ha sucedido con los vecinos de Han, los gobernantes de Shanghái parecen convencidos de que las propias leyes del mercado se encargarán de expulsar a los emigrantes rurales. Pero en otras ciudades como Pekín,  las autoridades locales han tomado medidas directas. De hecho, con la excusa de la seguridad, tras un trágico incendio en noviembre, puso en marcha una campaña de expropiaciones forzosas que diferentes organizaciones pro derechos humanos han tildado de «purga de pobres». Miles han tenido que abandonar sus hogares y muchos han decidido regresar a sus lugares de origen.

Pero la segregación de la población rural no es nada nuevo en China. El sistema del hukou, una especie de permiso de residencia interno, se introdujo en la década de 1950 precisamente para evitar la migración hacia las ciudades. Este documento identifica a los ciudadanos como residentes rurales o urbanos y les garantiza diferentes derechos de acuerdo con su estatus. El problema es que los habitantes de zonas agrícolas no pueden acceder a los servicios básicos de las ciudades a las que van a trabajar, sobre todo educación y sanidad.

Consciente de la injusticia que eso supone, hace ya casi una década que el Gobierno central planteó abolir el hukou. No obstante, las medidas tomadas por Pekín y Shanghái demuestran que las principales ciudades chinas solo están interesadas en mostrar su cara más vanguardista. En la China del siglo XXI prefieren que los más empobrecidos no queden a la vista.

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