La pesadilla de los ‘dreamers’ llega al Supremo en Estados Unidos

| 11 noviembre, 2019

Llegaron al país siendo niños, Obama les sacó de la clandestinidad con el programa DACA, pero Trump quiere revocarlo. El martes, el caso llega al alto tribunal

PABLO GUIMÓN. EL PAÍS.- Solo tenía cuatro años, pero Daniela Ramírez asegura que hay un recuerdo del viaje que el tiempo no ha podido borrar de su memoria. “Vine con mi abuela y con mi primo, con un coyote”, recuerda. “Subimos a un todoterreno. Mi abuela y los demás adultos iban escondidos abajo, apretados en un compartimento secreto que tenía el coche. Arriba viajábamos los niños, sentados en sillitas. Debíamos de estar cerca de la frontera, porque un agente paró el carro y se puso a hablar con el coyote, que era una mujer. Entonces el oficial me miró y me preguntó algo. Yo no sabía nada de inglés, y todo lo que pude responder fue: ‘México’. Así que nos mandaron para atrás”.

Lo cuenta, con una mezcla de emoción y risa, en el salón compartido de la residencia de estudiantes donde vive. Hoy Daniela tiene 20 años y estudia Ciencias Políticas en la universidad de George Washington, en la capital del país al que llegó al fin después de un segundo viaje, en el que ya aprendió a no decir México.

“Esos recuerdos son parte de mi historia”, explica. “Me doy cuenta de lo fuerte que tuve que ser y de lo que he tenido sobre mis hombros. Es mucha responsabilidad ser un migrante, y todavía es más duro para los pequeños. Yo he crecido traduciendo a mis padres, en las reuniones con maestros, en las consultas de los médicos, en todo. Ya sé que no cruzamos legalmente. Pero veníamos al país de los sueños”.

Su madre había emigrado un año antes. “Quiso que tuviéramos todo cómodo cuando llegáramos”, cuenta Daniela. Se reencontraron en Atlanta, Georgia, en el sur del país. Los comienzos no fueron fáciles. “Lloraba todos los días en el jardín de infancia, no sabía ni cómo preguntar para ir al baño”, asegura. “Pronto me di cuenta de que, si quería avanzar, necesitaba ponerme las pilas. Sabía que lo mejor para mi familia era que yo estudiara. Así que me quedaba más tiempo con los profesores, que me ayudaron mucho. Al fin, obtuve una beca y me convertí en la primera de mi familia en ir a la universidad”.

No lo habría logrado si no fuera por la Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA, por sus siglas en inglés). Una medida introducida en 2012 por la Administración Obama, que permite vivir sin esconderse a los jóvenes que llegaron a Estados Unidos siendo niños. Hay cerca de 800.000 beneficiarios de la DACA, a los que se conoce como dreamers (soñadores). Gracias a la medida gozan de permiso de trabajo y están protegidos contra la deportación. O lo estaban.

El 5 de septiembre de 2017, Donald Trump ordenó que se dejara de renovar los permisos temporales de trabajo para los beneficiarios de la DACA. La situación de estos jóvenes quedó en un limbo. La orden del presidente fue bloqueada por los jueces y, este martes, tres casos llegan al Tribunal Supremo.

Entre los demandantes agrupados hay jóvenes como María Perales, estudiante de políticas y trabajadora en una ONG, que llegó de Guanajuato a los ocho años. “Crecí en una comunidad donde no teníamos acceso a muchas cosas, como agua o electricidad, y la educación era muy básica”, recuerda. “Soy de un ranchito bien chiquito, nunca me hubiera imaginado que algún día iba a estar dentro del Tribunal Supremo, ayudando a un caso que yo ayudé a construir. Siento que ahora la corte tiene que decidir algo muy importante y tiene que estar en el lado de la justicia”.

Los dreamers, en su mayoría, no tienen otro hogar que este país. Luis Otero, estudiante de último curso de empresariales, vino de México con un año y medio. Llegó a la adolescencia sin saber que no tenía papeles. “Fue en una conversación con mi padre en la cena, en mi último año de la escuela”, recuerda. “Yo le explicaba que quería sobresalir en la secundaria, porque después deseaba ir a la universidad. Entonces me dijo: ‘No creo que puedas ir a la universidad, hijo, porque no tienes documentos’. Fue ahí cuando descubrí lo que significaba ser indocumentado en este país, y ver truncadas las oportunidades que yo soñaba”.

La DACA les cambió la vida. Les permitió trabajar, viajar, conducir. El 96% de los beneficiarios está trabajando o estudiando, según una investigación del Center for American Progress. Casi 50.000 de ellos han creado su propio negocio. El 54% ha logrado un empleo mejor, el 62% ha comprado su primer coche y el 14%, su primera casa. Pagan impuestos, crean empleo, generan economía.

El viernes, frente al ayuntamiento de la ciudad de Baltimore, bajo un cielo azul del que caían leves copos de nieve, medio centenar de vecinos se había congregado para dar la bienvenida a una comitiva de dreamers que venían caminando desde la Estatua de la Libertad. Salieron de Nueva York hace 17 días, han recorrido a pie 300 kilómetros y ya solo les quedaban 60 hasta el Tribunal Supremo, en Washington, en cuyas escaleras se manifestarán en la mañana de un martes histórico.

La DACA llega al Supremo como una cuestión de forma, no de fondo. Lo que se discute es si Obama actuó legalmente al crearlo sin pasar por el Congreso. Los nueve magistrados, inclinados más a la derecha desde el polémico nombramiento del juez Brett Kavanaugh, debatirán cuestiones técnicas y farragosas. Pero la ocasión ofrecerá una oportunidad para escenificar, a un año de las elecciones presidenciales, un debate que parte en dos al país.

El hecho de que Trump tardara siete meses en ordenar la revocación de la DACA, una medida que prometió en su primer día como presidente, revela un comprensible temor a sus consecuencias políticas: un 83% de los estadounidenses, según un sondeo de Gallup, estaría a favor de ir más allá de la DACA y dar la ciudadanía a los dreamers.

Los republicanos más halcones consideran que ofrecer amnistía a los inmigrantes, sin reforzar al mismo tiempo las fronteras, produciría un efecto llamada. El propio presidente ha dicho que el problema no son los dreamers, pero se opone a leyes que los regularicen. Llegó sugerir que les ofrecería protección si, a cambio, los congresistas accedían a aprobar la financiación de su ansiado muro en la frontera con México. Los demócratas, por su parte, llevan años tratando de legislar para protegerlos. Ven a los dreamers como un argumento político ganador para 2020, un asunto que permite subrayar sin matices lo que les diferencia en esencia de Trump.

Los dreamers como moneda de cambio. Sus historias como mercancía electoral. Acostumbrados a vivir ocultándose, antes contaban sus historias con cautela. Pero, con los años, han asumido un papel central en el debate migratorio. El viernes, en Baltimore, los políticos demócratas se sucedían para ofrecerles su apoyo desde el atril instalado en la plaza. “Este es vuestro hogar”, coreaban. Las autoridades locales, el alcalde, un senador. A su alrededor, los dreamers. Enfrente, las cámaras.

Los expertos advierten de que lo que está sucediendo, arrebatar derechos adquiridos a los inmigrantes, es algo insólito. “Una vez conquistaban derechos, ya no los perdían. Esto es algo nuevo”, explica la socióloga Elizabeth Vaquera, directora del Instituto Cisneros de Liderazgo Hispano, en Washington, que lleva desde 2007 trabajando con migrantes indocumentados. “Estamos ante una retraumatización. Vienen de las sombras y les quieren volver a enviar a las sombras, pero esta vez sin posibilidad de salir porque ya han proporcionado todos sus datos al sistema”.

Vaquera ha demostrado en su investigación que estos cambios “sin precedentes” en la política migratoria no afectan solo a los indocumentados, sino también a la población con plenos derechos. “El estrés, la incertidumbre, el miedo, la ansiedad, se extienden más allá de los directamente afectados. Golpea a sus padres, sus hermanos, sus familias extendidas, muchos de los cuales son ciudadanos estadounidenses”, explica.

“Yo no decidí venir, siempre he estado aquí”, explica Oscar Becerra, estudiante de ingeniería informática de 20 años. Llegó de Perú a Alabama con solo tres meses de vida. Noventa días le privaron de la nacionalidad estadounidense, de la que sí gozan sus hermanos pequeños, nacidos aquí. “No tengo un hogar en Perú. Me veo como un ciudadano estadounidense. Estoy aquí para estudiar, tener un trabajo, cosas normales. No quiero quitar nada a nadie. Pero no me han regalado nada”.

Oscar sueña con contribuir a los avances en inteligencia artificial e “innovar en cosas grandes”. María, con ir a la escuela de Derecho y poder seguir trabajando en lo que le gusta: “Abogar por los derechos de los migrantes”. El sueño de Daniela es “trabajar para la ONU y ayudar a otras personas a las que han quitado sus derechos”. El de Luis, convertirse en “la primera persona de la familia en ocupar un cargo corporativo”.

Sus sueños son incompatibles con el regreso a las sombras. “Nos llaman aliens ilegales, pero somos personas y tenemos derechos”, concluye Daniela. “Tenemos derecho a soñar. Trabajamos duro para hacer realidad nuestros sueños. Y vamos a seguir soñando”.

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