La “doble condena” de los 4.800 presos con discapacidad en España

| 3 mayo, 2019

Un informe presentado por el Cermi señala que la normativa penitenciaria deriva en «discriminación y maltrato institucional»

MARÍA SOSA TROYA. EL PAÍS.- Los reclusos con discapacidad sufren «un maltrato y una discriminación institucional» que se plasma en «frecuentes vulneraciones de derechos», según un informe presentado este viernes por el Comité Español de Representantes de Personas con Discapacidad (Cermi). Al menos 4.800 personas con discapacidad están internas en cárceles españolas, aunque en el estudio se reconoce que probablemente la cifra sea mayor, dado que muchos casos no están reconocidos como tal. En el texto, que estudia la normativa penitenciaria y su adaptación a los estándares de la ONU para personas con discapacidad, se plasma que los presos viven en unas condiciones «de privación de libertad que terminan siendo más intensas, de peor calidad y de mayor duración» que la del resto de reclusos. Por ello suponen un «doble castigo».

El informe, elaborado por la doctora en Derecho Patricia Cuenca, investigadora del Instituto de Derechos Humanos Bartolomé de las Casas de la Universidad Carlos III de Madrid, urge al cambio de la legislación penitenciaria en España para adaptarla a la Convención de la ONU sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, que en España entró en vigor en 2008. El texto pone de manifiesto la «escasa sensibilidad del legislador» en relación con las necesidades y experiencias de las personas con discapacidad en las cárceles, que «abre la puerta a la proliferación de discriminaciones indirectas».

En España, 4.823 presos tienen alguna discapacidad, según datos de 2017 facilitados por Instituciones Penitenciarias. En 1.603 de los casos es psíquica (33%), es decir, derivada de una enfermedad mental; en 1.356, física (28%); 1.411 presentan multidiscapacidad (29%); 114, discapacidad sensorial (2%), y 339, intelectual (7%). 

El informe habla de la «inaccesibilidad generalizada de los entornos, debido no solo a la presencia de barreras físicas, sino también en la comunicación e información y la persistencia de prejuicios, que conducen a la estigmatización de las personas con discapacidad». En el texto se insta a promover ajustes y apoyos de asistencia, así como a mejorar la formación de los profesionales. El estudio pone de manifiesto que las personas con discapacidad no pueden ejercer sus derechos en igualdad de condiciones, y que su participación en labores cotidianas de la prisión y, en especial, el desarrollo de actividades laborales, formativas y ocupacionales que posibilitan la progresión al tercer grado y el acceso a beneficios penitenciarios, se ven restringidos. «El doble castigo que padecen se debe a que a la pena de cárcel se suma la falta de adaptación del entorno penitenciario, que supone que no puedan participar en la vida en prisión, y que se vean vulnerados los derechos que sí tiene el resto de reclusos», cuenta la autora del informe.   

«La legislación está obsoleta. La Ley Orgánica General Penitenciaria fue la primera ley orgánica de la democracia. Y en 1996 se modificó el reglamento. La convención, que establece que las personas con discapacidad no son objetos de cuidado y protección, sino de derecho, es de 10 años después. Aunque en 2018 se publicó un protocolo sobre discapacidad para paliar esos déficits, aún no se está cumpliendo», manifiesta esta experta. El «maltrato institucional» deriva de la propia normativa. Por eso, la autora plantea que se incluyan 46 recomendaciones como la prohibición de discriminar por discapacidad o que se garantice la asistencia adecuada.

«Muchos de los espacios no son accesibles, como por ejemplo aulas en las que se imparten talleres, o salas de visitas», prosigue. «También faltan facilitadores que ayuden a las personas con discapacidad intelectual a comunicarse con los letrados, que manejan un lenguaje jurídico», explica. «O una adaptación del régimen disciplinario, por el que a veces se aplican sanciones, por ejemplo, a personas con discapacidad intelectual que no pueden cumplir las órdenes del personal porque no las entienden», añade.

Reformar el sistema y acabar con los módulos especiales

Cuenca insiste en que las personas con discapacidad intelectual o psicosocial no deberían estar en la cárcel y en que debe mejorarse el proceso penal para que se detecten los casos que ahora pasan desapercibidos. «Propongo que se creen servicios sociosanitarios dependientes de las comunidades autónomas para que estas personas puedan recibir un tratamiento. No quiere decir que se fomente un espacio de impunidad ni de privilegio, sino que se tenga en cuenta que la cárcel no es el entorno adecuado, que no favorece la reinserción. Así que podrían desarrollarse recursos, con distintos grados de seguridad. Por ejemplo, un piso tutelado o un centro residencial. La privación de libertad debería ser la última alternativa», dice. 

Sostiene que, para cumplir con el modelo de la convención, que aboga por no segregar a las personas con discapacidad, hay que promover un cambio de modelo. En España hay dos módulos especiales, uno en Estremera y otro en Segovia, además de otro en Cataluña —que tiene las competencias en la materia— para presos con discapacidad intelectual. «Ahora mismo las cárceles son un entorno hostil, pueden estar expuestos a ser víctimas de violencia o abusos. Ante esto, una medida puntual puede ser separarlos, pero no puede ser la tendencia», explica.

«Hay que reformar el sistema para que las prisiones sean accesibles para todos. Entonces sí podrían desaparecer los módulos especiales, a los que se deriva a los internos de todo el país, muchas veces lejos de sus familias, por lo que se incumple la normativa, que habla de garantizar el arraigo social. Mientras, propongo abrir más módulos y que en ellos se fomente la autonomía personal», cuenta. También aboga por cerrar progresivamente los hospitales psiquiátricos penitenciarios —actualmente hay uno en Cataluña, otro en Sevilla y otro en Alicante—, «que están superpoblados y tienen problemas asistenciales, como falta de psiquiatras». «Allí la prioridad es la seguridad, no la asistencia», prosigue.

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