Furia nacionalista y xenófoba

| 3 enero, 2016

JOSCHKA FISHER.- A ambos lados del Atlántico se está produciendo un alarmante giro político hacia la derecha, vinculado con la fuerza creciente de figuras y partidos políticos abiertamente chovinistas: Donald Trump en Estados Unidos, Marine Le Pen en Francia. Lista a la que se podrían añadir otros nombres: el primer ministro de Hungría, Viktor Orbán, defensor de la “democracia no liberal”, o Jaroslaw Kaczynski y su semiautoritario partido Ley y Justicia, que ahora gobierna Polonia.

El ascenso de partidos políticos nacionalistas y xenófobos en muchos países miembros de la Unión Europea viene de mucho antes de la llegada de los primeros contingentes numerosos de refugiados sirios. Una lista acotada incluiría a Geert Wilders en los Países Bajos, el Vlaams Blok (y su actual sucesor, el Vlaams Belang) en Bélgica, el Partido de la Libertad de Austria, los Demócratas de Suecia, los Verdaderos Finlandeses y el Partido Popular Danés. Aunque los motivos del exitoso ascenso de estos partidos son muy distintos en cada país, sus posiciones básicas son similares. Todos ellos son furiosamente contrarios al “sistema”, el “stablishment político” y la UE. Peor aún, no solo son xenófobos (y en particular, islamófobos), sino que también adoptan más o menos descaradamente una definición étnica de la nación. La comunidad política no es producto del compromiso de sus ciudadanos con un orden constitucional y jurídico compartido, sino que, como en los años treinta, la pertenencia a la nación deriva de compartir una ascendencia y una religión.

Como cualquier nacionalismo extremo, el de hoy se basa en gran medida en la política identitaria, un ámbito de fundamentalismo, no de debate racional. Por ello, más temprano que tarde su discurso tiende a obsesionarse con el etnonacionalismo, el racismo y la guerra religiosa.

¿Cómo explicar la atracción de los ciudadanos de Occidente hacia una política basada en la frustración?

Primero y principal, está el miedo, que aparentemente es mucho. Un miedo basado en la comprensión instintiva de que el “Mundo del Hombre Blanco” (una realidad que sus beneficiarios daban por sentada) está en decadencia terminal, tanto a escala global como en las sociedades occidentales. Y para los nacionalistas de hoy, inspirados por la ansiedad existencial, los migrantes son la encarnación (no solo metafórica) de ese pronóstico. Hasta hace poco, se pensaba que la globalización favorecía a Occidente. Pero ahora, tras la crisis financiera de 2008 y con el ascenso de China, es cada vez más evidente que la globalización es un proceso de dos caras en el que Occidente cede gran parte de su poder y su riqueza a Oriente. Asimismo, los problemas del mundo ya no se pueden suprimir o ignorar, no al menos en Europa, donde literalmente están llamando a la puerta.

Entretanto, fronteras adentro, el “Mundo del Hombre Blanco” se ve amenazado por la inmigración, la globalización de los mercados de mano de obra, la igualdad de género y la emancipación jurídica y social de las minorías sexuales. En síntesis, los roles y las pautas de conducta tradicionales de estas sociedades están siendo sacudidos desde los cimientos.

Todos estos cambios profundos han generado un anhelo de soluciones simples (por ejemplo, alzar vallas y muros) y líderes fuertes. No es casualidad que los neonacionalistas europeos vean al presidente ruso Vladímir Putin como un faro de esperanza. Claro que Putin no es bien visto en EE UU ni en Polonia y los Estados bálticos. Pero en otras partes de Europa, los neonacionalistas han hecho causa común con el antioccidentalismo de Putin y su intento de restaurar la Gran Rusia.

Ante la amenaza que supone el neonacionalismo para el proceso de integración europea, lo que ocurra en Francia es clave. Sin Francia, Europa es inconcebible e inviable, y está claro que Le Pen de presidenta significaría el inicio del fin de la UE. Europa se retiraría de la política internacional. Esto llevaría inexorablemente al fin de Occidente en términos geopolíticos: EE UU debería reorientarse para siempre hacia el Pacífico, y Europa se convertiría en un apéndice de Eurasia.

El final de Occidente es una perspectiva sombría, pero todavía no hemos llegado a eso. Lo que está claro es que el futuro de Europa es mucho más importante de lo que han pensado siempre hasta los más fervientes defensores de la unificación europea.

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