El espectacular éxito alemán en la integración de miles de refugiados

| 8 marzo, 2020

La ultraderecha los tilda de «invasores» y «parásitos», pero casi la mitad de los inmigrantes llegados en los últimos años a tierras germanas tiene trabajo. Y ello, pese a lidiar con una burocracia tortuosa

ISAAC RISCO. EL CONFIDENCIAL.- El día en que Ahmad estuvo a punto de rendirse no llegó en medio de la dura travesía que lo llevó clandestinamente desde Afganistán hasta Europa, a menudo en manos de traficantes de personas, sino cuando ya llevaba viviendo ocho meses en Alemania.

– Ya no aguanto más así –le dijo a un funcionario de la Oficina Federal para Migración y Refugiados, en Berlín–. Quiero volver a mi país.

– No se vaya aún –le respondió el funcionario, sorprendido–. Vamos a ver qué podemos hacer.

Pasaron aún unos tres meses y, finalmente, el Estado le asignó una residencia de refugiados, un bloque prefabricado de contenedores vivienda donde empezó a compartir piso con otras dos personas en el distrito de Köpenick, en el sureste de Berlín.

Ahmad Ebrahimi llevaba entonces casi un año en Alemania, en donde había entrado en noviembre de 2015, a través de la frontera austriaca. Había salido con una veintena de personas de su pueblo en Daikondi, en el centro de Afganistán, escapando de la violencia, y había tardado un mes en llegar, pasando por Irán, Turquía, Grecia y varios otros países en una ruta tormentosa que no recuerda muy bien. Había sentido miedo al subirse en medio de la noche a una lancha precaria que lo trasladó a la isla griega de Samos y –asegura– vio a gente desfallecer, al borde de la muerte, mientras caminaban por las montañas asiáticas.

Pero lo que de verdad había estado a punto de doblegarlo fue vivir durante tantos meses en un pabellón deportivo rodeado de más de 200 personas, sumido en un limbo legal, sin poder trabajar ni estudiar, mientras la lenta burocracia alemana decidía si le concedía el estatus de refugiado. «No podía dormir por el ruido. Teníamos que lavar la ropa a mano y hacer cola para ir al baño», dice. «Empecé a tener problemas psicológicos».

Más de cuatro años después de su llegada, Ahmad Ebrahimi, hoy un 25 años, se siente mejor. Desde septiembre de 2019 tiene un puesto de trabajo, una plaza de aprendiz en una empresa de instalaciones eléctricas, remunerada y combinada con unos estudios, según lo previsto por el sistema dual de formación profesional alemán. Trabaja cuatro días a la semana en un edificio en obras y los martes los dedica al instituto, donde adquiere conocimientos teóricos sobre materias como contabilidad y legislación germana. La empresa le paga 670 euros brutos al mes, de los que le quedan unos 530 tras las deducciones de ley.

No es mucho, pero una mejora en relación con los 110 euros de apoyo existencial que Ahmad recibía del Estado cuando vivía en el pabellón deportivo. Y es, sobre todo, un aporte a las arcas públicas, porque este inmigrante afgano genera ahora sus propios ingresos en el sector privado y ya paga impuestos.

La mitad de los refugiados, con trabajo

Ahmad Ebrahimi no es un caso único. Según un reciente estudio del Instituto de Investigación del Mercado de Trabajo y el Empleo (IAB), dependiente de la Agencia Federal del Trabajo, casi la mitad de los refugiados que llegaron a Alemania entre 2013 y 2016 tienen hoy un empleo. La cifra incluye a la ola de migrantes de 2015, el año en el que el país recibió al mayor número de refugiados desde la Segunda Guerra Mundial, y estima que son en total casi 1,8 millones de personas, procedentes sobre todo de Siria, Irak y Afganistán.

Una avalancha humana –la cifra corresponde más o menos a la población de la ciudad de Barcelona– que puso a prueba la hospitalidad y la capacidad de absorción de la primera economía europea. Aunque también apunta a problemas como una clara brecha de género –del 49% de refugiados con trabajo, el 57% son hombres y sólo el 29% mujeres–, el estudio hace un balance positivo y concluye que buena parte del éxito se debe a los programas de integración y de enseñanza del idioma, además de a la buena coyuntura económica durante el último lustro.

Para Ahmad, sin embargo, no ha sido un camino fácil. Las autoridades le denegaron la condición de refugiado tras su primera solicitud y sólo pudo obtener un permiso temporal al segundo intento, con la ayuda de un abogado y tras meses de tediosos trámites. Sus primeras clases de alemán las organizó por su cuenta, porque el Estado tardó medio año en aprobar su acceso a una escuela de idiomas. Si algo aprendió en ese tiempo es que para entrar al sistema, al monstruo burocrático del generoso Estado de bienestar germano, necesitaba paciencia. Pero una vez dentro, la burocracia empezó a rodar. Recibió la autorización para hacer los llamados «cursos de bienvenida» y pudo matricularse para un Curso de Calificación Profesional (IBA).

Ya con ese certificado en mano empezó el arduo proceso de encontrar una plaza de formación dual que le permitiese trabajar. «Escribí como 20 solicitudes y todas las empresas me decían que no», recuerda. La ayuda decisiva le llegó de la Cámara de Oficios Manuales de Berlín, gracias a un programa del Gobierno para integrar a inmigrantes en el mercado laboral.

Una respuesta a la ola de refugiados

«El programa fue creado después de la ola de refugiados de 2015. Se trataba de crear una situación en la que ganen todos: por un lado hay muchas empresas con problemas para reclutar personal en Alemania, y por el otro, mucha gente recién llegada con ganas de trabajar«, explica Paul Rietze, el «guía» encargado de organizar la «bienvenida» para Ahmad Ebrahimi, según el argot oficial.

En 2019, esta Cámara berlinesa consiguió colocar a 38 refugiados en empresas que buscaban aprendices. Pese a ello, Rietze habla de algunas dificultades: «Muchos refugiados no reciben la preparación suficiente en los cursos de bienvenida para entrar al mercado laboral», analiza. «Algunos no hablan todavía lo suficientemente bien alemán, a otros les faltan los conocimientos necesarios de matemática o física».

«El idioma sigue siendo difícil para mí», admite Ahmad, pese a todos sus avances. Ebrahimi, un joven risueño que irradia una madurez prematura, vive ahora en una residencia de refugiados en el distrito occidental de Charlottenburg, junto con un primo suyo, que también llegó en 2015.

Su primo, Hassan, le ha dicho a las autoridades alemanas que tiene 21 años. La real no la conoce ni él mismo, porque sus padres no lo inscribieron nunca en el registro civil. Hassan trabaja en un hotel y también está por empezar una formación dual como albañil con apoyo de los programas estatales. Los dos jóvenes afganos sueñan con poder dejar su habitación de 16 metros cuadrados en la residencia y mudarse a un piso más grande.

El mejor restaurante sirio de Berlín

Es un camino que ya ha recorrido en buena parte Bashar Hassoun. Este sirio de 35 años, natural de Damasco, llegó a Berlín en 2013 huyendo de la guerra civil en su país, y hoy es copropietario de un restaurante de comida árabe en el distrito de Berlín-Mitte. La suya es también la historia de un éxito cosechado paso a paso. El «Lawrence», ubicado en el mismo corazón de la capital, es un local de decoración oriental con toques occidentales que también funge de centro cultural para conciertos y exposiciones. Un «lugar de encuentro para las culturas», como lo define su fundador.

De fondo suena música árabe y un lienzo en la pared muestra a una muchacha rubia vestida con unos vaqueros azules. Hassoun recuerda cómo empezó todo: «Tardé dos años en aprender alemán», dice. «Pero el Estado pagó la escuela de idiomas, también mi vivienda y mi comida», agrega. «En cierta forma invirtieron en el futuro», sentencia.

El «Lawrence» da hoy empleo a 25 personas, entre ellas también algunos migrantes llegados en los últimos años. Su local, asegura Hassoun, fue elegido hace unos años como el mejor restaurante sirio de Berlín. Y él recibió en 2019 un premio llamado «Farbe Bekennen», algo así como «Dar la cara» en español, un reconocimiento otorgado por el Ayuntamiento de Berlín por aportes a la sociedad y a los valores democráticos.

Muchas dificultades y algo impagable

Algunas de las dificultades que conoció al inicio, sin embargo, lo acompañan hasta ahora. El idioma sigue siendo un reto, también echa de menos el cálido clima del Mediterráneo. «Y en este país hay xenofobia, es algo que se siente en el día a día», dice Hassoun. «Pero también hay gente muy simpática y agradable».

Con el tiempo ha entendido lo que cuesta un sistema como el que le dio la oportunidad cuando era un recién llegado. «Alemania es un Estado de bienestar. Uno recibe mucho, pero también tiene que dar. Yo recibí muchas cosas del Estado. Ahora me toca devolver», admite. Solo hay un aspecto que lo martiriza: la burocracia. «Está acabando conmigo. Estoy cansado de la burocracia», dice el empresario.

Cuando se trata de sopesar pros y contras, Ahmad Ebrahimi lo tiene en cambio claro: para él es impagable vivir en Alemania. «Es muy especial poder salir del trabajo e ir caminando tranquilo por la calle, sin miedo a que te maten», cuenta

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