El Brexit dispara la xenofobia y saca a relucir lo peor del alma inglesa

| 26 enero, 2020

RAFAEL RAMOS. LA VANGUARDIA.- Ningún hombre (o mujer) puede meterse dos veces en el mismo río, porque aunque lo hiciera, ni sería el mismo río ni el mismo hombre (o mujer). Todo fluye y todo cambia. El Támesis le pillaba muy lejos a Heráclito (en su tiempo no había vuelos low cos t), pero la máxima de la sabiduría clásica griega bien podría aplicarse al Brexit. El Reino Unido saldrá de la UE el viernes que viene, y si algún día se arrepiente y quiere volver a entrar, ni será la misma Europa ni será el mismo país. De que vaya a ser mejor no hay por el momento ningún indicio, más bien todo lo contrario.

El Brexit ha resquebrajado la Unión, empujando a Escocia hacia la independencia y a Irlanda hacia la reunificación (aunque ninguno de esos procesos está maduro como para caer del árbol, y Londres se va a resistir con todo su poderío), y ha partido a Inglaterra por la mitad –jóvenes frente a viejos, intelectuales frente a obreros, la ciudad frente al campo…– empujándola hacia la derecha en línea con los populismos ultraconservadores y fascistoides de moda en el continente y en los Estados Unidos. El cincuenta por ciento está exultante, agigan­tado, borracho con la victoria. El otro cincuenta por ciento está deprimido, triste, hundido en la agonía miserable de la derrota.

Una vez alcanzado el poder a ­galope del Brexit, Boris Johnson quiere pasar página y comenzar un relato diferente, que ni siquiera él mismo sabe todavía cuál es, porque sus promesas son contradictorias. La inversión masiva en infraestructuras para llevar trabajo y prospe­ridad al norte y centro de Inglaterra no cuadra, por ejemplo, con las restricciones a la inmigración (¿quién va a trabajar en las obras?) y las ­reducciones de impuestos (¿con qué se van a financiar?). Pretende al mismo tiempo culminar la revolución neoliberal de Margaret Thatcher, convirtiendo a Gran Bretaña en un paraíso fiscal que atraiga la ­inversión –el Singapur europeo–, y conquistar con políticas igualitarias a los antiguos votantes laboristas euroescépticos cuyo voto ha obtenido prestado en las elecciones del pasado diciembre.

En cualquier caso, a las once de la noche del día 31 (medianoche en el continente), la mitad ganadora celebrará la salida de la UE como si fuera la Champions, el campeonato del mundo o la batalla de Waterloo, convencida en su aislacionismo y su fiebre nacionalista inglesa –siempre latentes– que la Union Jack va a mandar de nuevo en los mares, y que se avecina una era de prospe­ridad sin precedentes una vez rotas las amarras con el continente. “Ahora vamos a demostrar por fin quiénes somos, mejores que los alemanes, mejores que los franceses, no nos va a parar nadie”, afirma eufórico Achilles, propietario de origen grecochipriota de un restaurante italiano en la Finchley Road del norte de Londres.

“Hemos recuperado la soberanía y nos hemos deshecho de todas las trabas burocráticas que nos imponía Bruselas –señala Frank, que ­tiene un puesto en el mercadillo de los jueves en Swiss Cottage–. Aplicaremos nuestras leyes, decidiremos cuáles son los derechos laborales de los trabajadores, firmaremos nuestros propios acuerdos comerciales y escogeremos a los inmigrantes que necesitemos y que ­queramos, a los mejores, en vez de tener las puertas abiertas a toda la chusma que nos mandaba la Unión Europea para, en el mejor de los ­casos, hacer competencia desleal a nuestros obreros abaratando los sueldos, y en el peor para vivir del cuento, abarrotar las escuelas y los hospitales sin pagar un céntimo”.

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